Capítulo 35 | Culpable

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Mireia

Ut sementem feceris, ita et metes*. Así lo escribió Cicerón en De oratore. Lo que siembres será lo que coseches. Siempre le he tenido mucho respeto a ese dicho. Por eso siempre había procurado cuidar cada paso que daba.

A la mañana siguiente, unos ruidos sobre el tejado de la cabaña me despertaron. Afuera no llovía, así que quizá había caído una rama. Salí a echar un vistazo abrazándome a mí misma. Era temprano y el frío me calaba los huesos. Nil estaba fumando en la terraza mirando a la nada. Parecía muy sumergido en sus pensamientos, pues no dijo ni buenos días ni se giró a mirarme. Seguramente no me había escuchado salir.

Lo noté extraño. Podía sentir que el silencio era pesado.

—Nil, ¿estás bien? —Me acerqué con cuidado.

Cuando le toqué levemente el hombro se volteó de forma repentina.

—Joder, qué susto.

—¿No me has oído?

—No. ¿Qué haces despierta tan pronto?

Me encogí de hombros. El ruido de antes volvió a sonar.

—¿Qué es eso? —Alcé la vista para ver qué ocurría. No había nada.

Nil dejó escapar una risa.

—Ardillas. A veces les da por comer piñas en las copas que están justo encima.

Me reí ante su respuesta. Así que unas ardillas me habían despertado.

—¿Quieres desayunar? —me preguntó con cierto interés.

—¿Vas a cocinar tú? No me lo puedo creer.

—Es mi especialidad...

Media hora después había una montaña de crepes en medio de la mesa y un tarro de crema de cacao al que le temblaba la tapadera.

—Sí que son tu especialidad. Están buenísimos.

—Faltaría más —alardeó de lo único que sabía cocinar.

Puse los ojos en blanco. Habíamos vuelto a ser dos amigos que se divierten juntos y eso lo agradecía mucho. Últimamente muchas cosas se estaban saliendo de control. Primero todo el secretismo de mi relación con Ciro, luego las deudas de mi madre y la persecución en coche, lo que menos necesitaba era un problema con Nil.

A veces, no sabía cómo tomármelo todo. Estaba allí porque me había metido en un embrollo aquella noche al insistir en acompañarle para buscar a mi mejor amiga. Desde entonces, aunque hubiese querido ignorarlo, estaba en peligro y Ciro estaba intentando resolverlo todo de nuevo.

Para colmo, lo que había pasado entre Nil y yo los últimos días casi trastocaba la armonía que había comenzado a instalarse en mi vida. Mi madre por fin había accedido a tratar su adicción y mi relación con Ciro se fortalecía.

Esa mañana, mientras paseaba por los alrededores, vi que Nil estaba echando abono a las flores que tenía detrás de la casa. Estaba sentado frente a uno de los maceteros y tenía las manos manchadas de tierra oscura.

—Pensaba que las dejarías morir.

—No he podido venir mucho por aquí.

Estaba aburrida. Si pudiera, contaría los días que me faltaban para regresar. Me senté a un lado, apoyando la espalda contra la pared de la cabaña.

—No te pega nada cuidar flores.

—Son de mi madre. Las achicorias son sus favoritas, antes tenía estos maceteros en la villa y todas las mañanas las cuidaba. Verlas me hace sentir en casa. Desde lo de mi padre las ha abandonado, así que me las fui trayendo para que no se marchiten.

El lobo de la mafiaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora