Capítulo 38 | Giros inesperados

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Mireia

Miguel de Unamuno escribió que, a veces, el silencio es la peor mentira. Y estoy de acuerdo. Lo he vivido desde todas las perspectivas y ninguna de ellas es agradable.

El domingo ya me di cuenta de que no había metido en mi bolsa algunas cosas que había tenido desperdigadas por la cabaña. Entre ellas, había echado en falta el cargador del móvil, pero Ciro me dejó el suyo. Había decidido quedarme con él unos días. Desde lo ocurrido, me sentía más segura cerca de él.

El lunes en la mañana había ido a casa a recoger algo de ropa y el ordenador. Quería aprovechar para hacer el currículum. Ya en el ático, cuando saqué el portátil, reparé en que no tenía mis gafas de lectura. El cargador me daba un poco igual, pero las gafas ya no. Resoplé molesta.

—¿Qué pasa? ¿Ya me echas de menos? —respondió Nil cuando lo llamé al móvil.

—No es eso. Creo que me he dejado las gafas en la cabaña. También el cargador y puede que los auriculares. Los tenía en la mesita del salón. ¿Los echaste tú a algún bolso? Juraría que no había nada cuando nos fuimos.

—Sí, lo vi a última hora y lo eché con la comida.

—¿Crees que podrás llevármelo todo a la casa de Ciro esta mañana?

—Puf —rechistó al otro lado—. Estoy teletrabajando, no creo que me sea posible ir. ¿No puedes acercarte tú?

Me pregunté en qué trabajaba.

—No me acuerdo de dónde es.

Nil me dijo la dirección de su casa y me colgó con la excusa de que debía volver al trabajo. Pensé en decirle a Ciro que pasara por allí, pero ya me había avisado de que saldría tarde de la oficina. Al parecer había mucho trabajo y necesitaba organizarlo todo. Como quería dejar mi currículum esa misma mañana, decidí poner la dirección en Google Maps y ver qué parada de metro quedaba más cerca.

Salí sobre las diez y media del ático de Ciro. El metro tardó casi una hora en llegar y luego tuve que subir la pequeña colina en que estaba situada la urbanización de dúplex. La verdad es que eran bastante bonitos, no me dio tiempo a observarlos cuando vine la última vez. Cuando por fin di con el número 37, pasé al ver que la verja peatonal estaba abierta. Me acerqué a la puerta y toqué el timbre.

Nil abrió pasado medio minuto. Estuve a punto de aporrear la puerta debido al calor que me había hecho pasar bajo el ardiente sol del mediodía en la caminata desde la parada de metro. Y lo primero que veía cuando me abría la puerta era su cuerpo semidesnudo. Sólo llevaba puesto un bóxer.

—¿Teletrabajando? —cuestioné con una ceja en alto.

—Yo no enciendo la cámara durante las reuniones.

—¿En qué trabajas si se puede saber?

Se encogió de hombros.

—Cosas.

Con las mismas, se dio media vuelta.

—Pasa.

No quería pasar, pero tenía prisa y no pensaba esperar bajo el sol a que le diera la gana de devolverme mis cosas. Me adentré en la estancia evitando acordarme de que la primera vez que fui habían disparado a Ciro y estaba desangrándose. Me estremecí al ver el chaise longue donde lo tumbamos para poder detener la hemorragia.

Nil se había metido en la cocina. Entré para ver si tenía mis cosas ya preparadas. Estaba cogiendo algo de la bolsa que tenía todavía sin colocar en la encimera.

—¿Es esto? —preguntó sacando mis gafas, el cargador y los auriculares.

—Sí. —Extendí las manos para agarrarlo cuando de pronto Nil se detuvo en seco y se quedó observando un brillo en mi dedo.

El lobo de la mafiaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora