Capítulo 53 | Venganza

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Lejos de lo que pensamos, la venganza se sirve caliente. Arde y es un incendio difícil de apagar.

El grito de Mireia llegó antes de que sonara la descarga de la bala. Cuando divisé lo lejos que ella se encontraba de mí me atacaron los siete males. Se me subió la sangre al cuello y enseguida llegó a mi cabeza, donde todo se reprodujo a cámara lenta.

Se me pasaron por la mente los últimos momentos que habíamos vivido juntos. El día en que Mireia y yo visitamos aquella finca nos enamoramos del lugar. Sentí que ese era el lugar de ensueño que ella habría leído en algún libro y que merecía tenerlo. Acepté en cuanto vi la sonrisa en su rostro, aun sin detenerme a pensar en cómo podríamos salvar un perímetro tan poblado de árboles.

Momentos antes a la boda, su madre me había intentado quitar los nervios dándome aire para no sudar el traje, pero no servía de nada. De separar las manos se me notaría cómo temblaban. No era la primera vez que me veía envuelto en esa sensación, pero sí la primera que no supe manejarla. Mi cuerpo parecía haberse independizado de mi mente.

Cuando apareció vestida de blanco por el pasillo de los invitados juro que mi corazón se precipitó por un barranco. Fue como si algo dentro de mí gritase de todo al mismo tiempo. Sentía alegría, temor, amor, deseo, inquietud. Venía del brazo de Nil, casi como una especie de ironía, pues fue gracias a él que la conocí.

Unas campanillas tintinearon cuando nos colocamos los anillos. Fue mágico. La ceremonia era perfecta. Ella había dejado que yo me encargase de organizar la misa con el cura y preparar el papeleo de la parte civil con mi abogado. Sus amigas no la dejaban respirar y la verdad es que se les había pasado por alto aquel trámite en el Ayuntamiento.

Nunca pensé en lo contrario, desde el minuto uno lo había dado todo por ella porque mi corazón así lo sentía y no dudé a la hora de escoger el régimen económico que pactaríamos. No sólo quería compartir mi vida con ella, quería compartirlo todo, que dejara de sentir que se asfixiaba a final de mes o la presión al ver que no encontraba un trabajo después de haber sido despedida de los anteriores por nuestra culpa.

El dinero había dejado de importarme con el paso del tiempo y eso me lo hizo saber Mireia. Porque sin su amor, mi vida dejaba de tener sentido.

Pero cuando vi su rostro descompuesto supe que me había equivocado. Compartirlo todo con ella lo incluía literalmente todo. El peligro, la sangre y la sed de venganza que acarreaba la mafia me perseguirían hasta después de mi muerte. Al final, había terminado arrastrándola a mi mundo. Casarme con ella no cerraba ninguna posibilidad.

La gente empezó a gritar, a levantarse y a huir como fuera. Dejé de verla, no supe si estaba viva o muerta... Podía notar los sudores de la muerte descender por mi espalda mientras empujaba invitados a diestro y siniestro hasta llegar a donde ella se situaba con su madre. Es jodido cuando la impotencia te recorre las venas, quemando hasta el último resquicio de cordura.

—¡Todo el mundo fuera! —gritó uno de mis encargados.

Poco antes de poder apreciar bien la escena vi sangre. Mi corazón palpitaba con crudeza, sin descanso. Era su madre. Habían disparado a su madre.

—¡Ciro, haz algo! —chilló al verme. Su voz, rota.

Estaba arrodillada junto a su madre, con las manos taponándole la herida del hombro. El alivio me había inundado en parte, pero la escena era la viva imagen del dolor. Sentí de nuevo la pérdida, la muerte... Tenía que salvar a su madre, aunque fuera lo último que hiciese en mi vida.

—¡Llamad a una ambulancia! —vociferé rasgándome la garganta. Recorrí mis alrededores en busca de Nil y le pedí a gritos que se la llevara de allí—: ¡Llévatela! ¡Ahora!

Nada de eso tenía que pasar.

—¡No! —clamó Mireia, con las manos y el vestido blanco manchados de sangre, mientras Nil la cogía por las axilas—. ¡No puedo dejarla! ¡Es mi madre!

—¡Joder, Nil!

Mi mejor amigo la arrancó del sitio y la obligó a correr por todo el patio hasta que los vi desaparecer al otro lado de la casa. Le exigí a Mateo que detuvieran a los dos enmascarados de La Careta. Los mataría con mis propias manos, los torturaría hasta que saciase mi propia sed de venganza. No podía sacar de mi cabeza la imagen que había creado durante los últimos quince años de mi madre muriendo en una camilla de hospital.

Sara estaba consciente, la bala sólo le había dañado el hombro. Presioné la herida y maldije por haberme casado en aquel monte perdido de la mano de Dios.

Nada de eso tenía que pasar, pero en realidad era algo que tarde o temprano nos iba a salpicar.

El lobo de la mafiaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora