Epílogo

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Emma

Felicidad: Estado de grata satisfacción espiritual y física.

Una simple palabra con un significado tan enorme.

Desde mi adolescencia me he preguntado qué se necesita para ser feliz. Me preguntado por qué algunas personas son felices con tan poco, y por qué otras que lo tienen todo, no lo son. Me volví consciente de que la felicidad es una palabra con un significado diferente para cada uno.

Me he visto envuelta en diferentes frecuencias a lo largo de los años, he experimentado, recorrido, y traspasado situaciones que me han arrebatado la sensación de felicidad y mi plenitud. Lo he tenido todo desde que nací, pero me he fijado mucho tiempo en lo que me faltaba para ser feliz.

¿Hoy? Hoy creo que la felicidad depende de las pequeñas cosas que forman parte de mi día a día.

Es proveniente de la paz que siento cada día al no lastimar a nadie y al morirme de la risa viendo una película de comedia. Proviene del camino que recorro cada día cuando disfruto de un minuto de soledad y contemplo el cielo. Proviene de la sensación que me producen canciones que escucho, incluso cuando siento que todo me va mal. Proviene de la pequeña taza de café que me tomo en las mañanas antes de ir a trabajar. Proviene del beso que recibo de Aiden cuando me recoge del trabajo y de la risa de nuestra hija cuando jugamos con ella.

Mi familia es la clave de mi felicidad. La familia que formé.

Aiden y Kiara.

Me senté en el sofá con la caja de fotografías familiar. Encontré tantas fotos que las lágrimas escaparon de mis ojos ante la nostalgia que recorrió mi cuerpo. No me importó que mis amigos y mi prima pudieran verme.

Me detuve en la foto de mi noche de bodas con Aiden, donde ambos sosteníamos nuestras manos elevadas al cielo, felices y triunfadores. Recuerdo que la noche anterior a nuestro casamiento, Aiden y yo nos quedamos hablando casi toda la noche de nosotros. Estábamos tan enamorados y entusiasmados por vivir una vida juntos como matrimonio. Coincidíamos en que no queríamos una vida sin el otro. No nos imaginábamos despertando en las mañanas con otras personas a nuestro lado.

Él y yo nos tuvimos rencor durante mucho tiempo. Cada uno siguió con su vida después de nuestras separaciones. Pero siempre pensamos en nosotros. Nunca existió un solo día en que yo no pensara en Aiden. Mi corazón se impregnó de su energía y amor y se rehusó a amar a nadie más. Durante mucho tiempo creí que nuestras oportunidades acabaron, e incluso que no éramos el uno para el otro. Pero nuestro recorrido me llevó a entender que los tropiezos fueron una pausa, pero no un punto final.

Me casé a mis 25, y él a sus 26. Nos casamos porque la ilusión de hacerlo nos llenaba de emoción el pecho. Para nosotros, el casamiento no significaba firmar papeles, jurar amor eterno frente al altar o bailar un vals a la medianoche. Para nosotros significaba una experiencia que queríamos enmarcar en nuestra mente, alma, corazón y pecho.

Nuestra luna de miel fue en Europa. Aiden trabajó duro y compró los boletos de avión y me los regaló de sorpresa después de pedirme matrimonio. Fue el mejor viaje de toda mi vida porque estuve a su lado.

Aiden tenía 28 años cuando nuestra primera hija llegó a mi vientre. A mis 27 me sentía aterrada de ser madre, pero no había nada en el mundo que me hiciera tanta ilusión. Él y yo sabíamos la gran responsabilidad que conllevaría, pero teníamos la certeza de que juntos todo estaría bien.

Recuerdo la sonrisa de nuestros padres, mis hermanos, primos y cuñados cuando les contamos la noticia. Por poco, Kendall y Ashton casi se quedan sin mandíbula de lo impresionados que se sintieron al enterarse. Ashton incluso lloró y le contagió las lágrimas a Aiden.

La profundidad de su mirada #D4Donde viven las historias. Descúbrelo ahora