La clase de Psicopatología era uno de esos espacios en los que el tiempo parecía arrastrarse con una pesadez espantosa. Los zumbidos apagados de los ventiladores, el sonido metálico de la tiza sobre la pizarra y el murmullo de mis compañeros de clase conversando sobre posibles temas para el trabajo final creaban un entorno tenso, asfixiante. El aire pesado se pegaba a mi piel como una manta, y aún así, nada me pareció más desconcertante que mi propio ser.
Había pasado una semana desde que me sacaron del aislamiento, una semana llena de miradas, palabras no dichas y conversaciones vacías que intentaban llenar el vacío que había dejado mi retiro forzoso. Había comenzado a regresar a la normalidad, al menos a la fachada de normalidad que todos esperaban ver, pero mi mente seguía atormentada por los mismos recuerdos. Los mismos miedos, las mismas sombras, los mismos fantasmas. Y más cerca que nunca, estaba la sensación de que algo o alguien me observaba, esperando el momento perfecto para arrancarme la calma que tan arduamente trataba de reconstruir.
El profesor, como siempre, parecía ser ajeno a todo eso. Tenía la mirada fija en su pizarra, donde su caligrafía técnica y precisa llenaba el espacio con conceptos que todos los presentes ya sabíamos de memoria. Era un hombre serio, rígido en sus métodos, como la mayoría de los profesores aquí, con una postura que no admitía desviaciones. De alguna manera, su presencia era una constante que me ayudaba a centrarme, incluso si su lección no me interesaba.
—Bien —dijo finalmente, rompiendo el murmullo general—. Tienen una semana para entregar el trabajo final. Elijan un tema de psicopatología que les interese y empiecen a organizar su trabajo.
Unos pocos se adelantaron a hablar entre ellos, como si ya tuvieran claro qué iban a hacer. Otros, como yo, simplemente se sentaron y empezaron a pensar en silencio. La clase se llenó de murmullos apenas audibles, pero la mía no era una mente tranquila en ese momento. Cada uno de los temas que se mencionaban me sonaban vacíos, como si el estudio de los trastornos mentales fuera solo una forma de disfrazar la miseria humana. ¿Cómo podía hablar de algo tan frío y racional cuando mi propia vida parecía desmoronarse en fragmentos que no entendía?
En medio de todo ese ruido, mi atención fue atraída por Yuki, que estaba sentado junto a mí. Era un tipo de esos que parecía estar siempre a la espera de algo, de una oportunidad para sumergirse en una conversación, no porque le interesara, sino porque simplemente disfrutaba de la interacción, de las piezas que se movían en el tablero. Había algo en él que no me gustaba, pero tampoco podía ignorarlo.
La clase de Psicopatología era uno de esos espacios en los que el tiempo parecía arrastrarse con una pesadez espantosa. Los zumbidos apagados de los ventiladores, el sonido metálico de la tiza sobre la pizarra y el murmullo de mis compañeros de clase conversando sobre posibles temas para el trabajo final creaban un entorno tenso, asfixiante. El aire pesado se pegaba a mi piel como una manta, y aún así, nada me pareció más desconcertante que mi propio ser.
Había pasado una semana desde que me sacaron del aislamiento, una semana llena de miradas, palabras no dichas y conversaciones vacías que intentaban llenar el vacío que había dejado mi retiro forzoso. Había comenzado a regresar a la normalidad, al menos a la fachada de normalidad que todos esperaban ver, pero mi mente seguía atormentada por los mismos recuerdos. Los mismos miedos, las mismas sombras, los mismos fantasmas. Y más cerca que nunca, estaba la sensación de que algo o alguien me observaba, esperando el momento perfecto para arrancarme la calma que tan arduamente trataba de reconstruir.
El profesor, como siempre, parecía ser ajeno a todo eso. Tenía la mirada fija en su pizarra, donde su caligrafía técnica y precisa llenaba el espacio con conceptos que todos los presentes ya sabíamos de memoria. Era un hombre serio, rígido en sus métodos, como la mayoría de los profesores aquí, con una postura que no admitía desviaciones. De alguna manera, su presencia era una constante que me ayudaba a centrarme, incluso si su lección no me interesaba.
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📚░B░a░j░o░ ░l░a░ ░s░o░m░b░r░a░ ░d░e░ ░l░a░ ░r░a░z░ó░n░📚
ФанфикшнA veces las promesas hechas en la infancia no se olvidan, sino que se quedan suspendidas en el aire, esperando el momento adecuado para resurgir. Nikolai tenía solo ocho años cuando dejó Rusia, llevándose consigo el recuerdo de un amigo mayor que...
