📚Capítulo 41📚

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La tarde del entierro llegó más pronto que tarde con una frialdad que calaba hasta los huesos. No sé si bajaron las temperaturas o el peso de lo que estábamos a punto de presenciar lo que hacía que todo se sintiera más pesado, más denso. Las palabras del cura resonaban con un eco distante mientras me mantenía apartado, al margen de la familia de Yuki. 

No podía acercarme más; había un abismo invisible que me separaba de ellos, uno que no me atrevería a cruzar. Me quedé allí, observando en silencio cómo los rostros enlutados se mantenían inclinados, atrapados en su dolor, cada uno lidiando con su pérdida a su manera.

A mi lado, Fyodor se mantenía erguido, casi inmóvil, su presencia sólida pero silenciosa. Pude sentir la tensión en sus hombros, esa calma tensa que solo él podía sostener. Por otro lado, Sigma, un poco más atrás, guardaba su distancia pero no su preocupación; era evidente en la forma en que sus ojos se movían entre nosotros, asegurándose de que estaba bien. Pero la verdad era que no lo estaba. Nadie lo estaría en un momento así.

El cura seguía hablando de esperanza y del consuelo que se encuentra en la fe. Palabras que, en ese momento, me sonaban huecas, incapaces de penetrar la tormenta que se arremolinaba dentro de mí. Miré la tumba recién excavada, el frío mármol que ahora llevaría el nombre de Yuki. 

Suspiré, sintiendo un nudo que me apretaba el pecho con una fuerza inhumana. Hice un gesto leve con la cabeza, un movimiento apenas perceptible, pero Fyodor lo notó al instante. Era hora de irse.

Nos alejamos lentamente, dejando atrás el murmullo de los presentes. Sigma se adelantó un poco, mirándome con una expresión entre la tristeza y la comprensión.

—Quedé con Chuuya para comprar el regalo de cumpleaños de Dazai —dijo en voz baja, como si temiera romper el silencio que se había instalado entre nosotros.

—Está bien, Sigma —respondí, la voz apenas un susurro. Nos miramos por un momento más antes de que él asintiera y se alejase, sus pasos desapareciendo entre el murmullo lejano de la ciudad.

Subí al coche de Fyodor y me dejé caer en el asiento, cerrando los ojos por un instante. La puerta del conductor se abrió y se cerró con un golpe seco, seguido por el silencio. Fyodor no arrancó de inmediato. Simplemente se quedó allí, observando el vacío, dándome el espacio que necesitaba pero sin alejarse. 

Era un silencio lleno de preguntas sin respuesta, de palabras que ninguno de los dos sabía cómo empezar a decir.

No sabía qué decir. No sabía siquiera si había algo que pudiera decir más de todo lo que ya habíamos hablado. Pero el silencio se volvió insoportable, así que lo rompí.

—Lo que fuera que me fueras a decir cuando viniste a casa... dímelo —mi voz salió más baja de lo que esperaba, rasgada, como si hubiese estado guardada en un rincón de mi garganta por demasiado tiempo.

Fyodor giró la cabeza lentamente, sus ojos oscuros buscándome. Por un momento, pensé que se negaría, que me diría que no era el momento, pero finalmente habló.

—Vine a hablar sobre lo que sucedió aquella noche —dijo con un tono controlado, pero sus ojos no mentían; había preocupación en ellos, un destello de emociones que pocas veces dejaba salir.

Me eché a reír, una risa amarga que se apagó en un suspiro. Miré hacia adelante, la nieve cayendo más allá del parabrisas, pintando todo de un blanco inquietante.

—Está bien —respondí, aunque nada estaba bien y ambos lo sabíamos.

Fyodor me miró, la seriedad en su rostro inquebrantable.

El aire dentro del coche se sentía pesado, como si las palabras que estábamos a punto de decir pudieran partirlo en dos. Fyodor seguía con las manos en el volante, sus nudillos relajados pero sus ojos clavados en el vacío, mirando algo que parecía estar mucho más allá del parabrisas.

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