Otro jueves más. Otra clase más de psicología del desarrollo que sentía como un golpe repetido en el mismo lugar dolorido de mi mente. No es que la materia no me interesara, pero tener a Fyodor al frente del aula transformaba lo que podría haber sido una lección interesante en un recordatorio constante de lo que habíamos perdido. Mi antiguo amigo, mi Fyodor, el niño con el que solía jugar y a quien le escribía cartas que nunca tuvieron respuesta.
Fyodor caminaba por el aula, moviéndose con la misma elegancia meticulosa de siempre. Su voz resonaba con esa calma precisa, cada palabra recortada con cuidado, como si se tratara de una pieza de música que sólo él podía interpretar con esa precisión. Me encontré mirándolo por un segundo más de lo que debía; esa manera en la que su cabello caía ligeramente sobre su frente, esos ojos oscuros que parecían analizar cada cosa en su entorno. Rápidamente aparté la vista, fijándome en la ventana. Prefería observar las nubes grises que se agrupaban afuera, presagiando una lluvia inminente, que seguir escuchando su voz como si no hubiera pasado el tiempo desde nuestra infancia.
Habían pasado ya cuatro días desde que había comenzado a dar clases en la universidad, y todavía no me acostumbraba. Claro, había conocido a Fyodor cuando yo tenía cuatro años y él nueve; nuestros padres se conocían desde hacía mucho, pero nuestra amistad no había sido simplemente circunstancial. Nos habíamos hecho inseparables. A los ocho años me mudé a Ucrania, y aunque en ese entonces juramos que nunca perderíamos el contacto, poco a poco, todo fue desmoronándose. Le escribí cartas durante años, al principio con la esperanza de recibir alguna respuesta, después, casi por costumbre. Las palabras se desvanecían en el papel, no importaba cuántos mensajes enviara; nunca llegaba ninguna respuesta de vuelta. A los quince, dejé de intentarlo. El silencio se había vuelto una barrera infranqueable entre nosotros.
Ahora, allí estaba él, hablando con la misma facilidad con la que solía hacerlo cuando me explicaba cosas que yo no entendía. Claro, en ese entonces no era sobre teorías del desarrollo cognitivo, sino sobre cosas mucho más simples, como por qué el cielo se veía de distintos colores al atardecer o cómo hacer un barco de papel que realmente flotara en el agua. Ahora, sin embargo, su voz me resultaba casi insoportable.
"Como sabemos, Piaget sostiene que el desarrollo cognitivo sigue un camino estructurado a través de etapas fijas, mientras que Vygotsky propone una perspectiva en la que la influencia social y cultural juega un papel central en la formación de las funciones mentales superiores..." Fyodor continuaba, pero yo ya había dejado de escuchar. Todo se mezclaba en una maraña incomprensible en mi cabeza.
No podía dejar de pensar en todas esas cartas que nunca respondía, en esos años en los que me pregunté si aún se acordaba de mí. Incluso cuando volví a Rusia, nunca intenté buscarlo. ¿Qué le habría dicho si lo hubiera hecho? ¿Hola, Fyodor, he vuelto y parece que te has convertido en alguien completamente diferente? Ni siquiera me atrevía a mirarlo demasiado tiempo en clase, porque cada vez que lo hacía, me invadía una sensación extraña, una mezcla de nostalgia y resentimiento que me desconcertaba.
"Nikolái," su voz rompió mis pensamientos. Me tensé al escuchar mi nombre. La manera en la que lo pronunció, con ese acento ruso que hacía que sonara tan familiar y distante a la vez. "¿Podrías explicarnos cuál es la principal diferencia entre la teoría de Piaget y la teoría de Vygotsky en cuanto al desarrollo cognitivo?"
No lo vi venir. El aire en mis pulmones se congeló por un momento y mi mente, dispersa, no logró procesar la pregunta. ¿Por qué yo? ¿Por qué tenía que dirigirse a mí, justo ahora, cuando lo único que quería era que pasara la clase sin incidentes? Miré mis apuntes, vacíos en comparación con los de Sigma, quien me lanzó una mirada de preocupación. Mi boca se secó. Lo maldije en mi mente. ¿Qué estaba tratando de hacer?
ESTÁS LEYENDO
📚░B░a░j░o░ ░l░a░ ░s░o░m░b░r░a░ ░d░e░ ░l░a░ ░r░a░z░ó░n░📚
FanfictionA veces las promesas hechas en la infancia no se olvidan, sino que se quedan suspendidas en el aire, esperando el momento adecuado para resurgir. Nikolai tenía solo ocho años cuando dejó Rusia, llevándose consigo el recuerdo de un amigo mayor que...
