Habían pasado tres semanas desde aquella noche en la que Sigma me llevó al hospital. Tres semanas desde que me vendaron los brazos, desde que acepté retomar los antidepresivos y comenzar la terapia. Los días se habían convertido en una sucesión de rutinas sin sentido: me escondía tras las mangas largas de mis sudaderas, mantenía los cascos puestos casi todo el tiempo y caminaba con la capucha sobre la cabeza como si eso pudiera protegerme del mundo exterior.
Nadie me preguntaba nada, y yo no ofrecía explicaciones. En clase, mis compañeros se limitaban a observarme desde lejos, probablemente intentando decidir si era mejor evitarme o acercarse. La biblioteca se había convertido en mi refugio. Allí pasaba horas inmerso en mi trabajo de fin de grado, no porque me interesara especialmente, sino porque necesitaba algo, cualquier cosa, para mantener mi mente ocupada.
Ese día no era diferente. Estaba sentado en una mesa del rincón más alejado de la sala, rodeado de libros y papeles esparcidos. Tenía los cascos puestos, pero no escuchaba nada. Solo quería aislarme. Mis dedos tamborileaban sobre el teclado, intentando avanzar en mi investigación, pero mi cabeza se sentía pesada, como si una nube espesa me impidiera pensar con claridad.
El sol comenzaba a ponerse cuando finalmente guardé mis cosas en la mochila y me levanté para salir. El aire fresco del atardecer me golpeó al cruzar las puertas de la biblioteca, pero no me detuve a disfrutarlo. Solo quería volver a casa. Me colgué la mochila al hombro y me disponía a caminar cuando sentí que alguien me abrazaba por la espalda.
Me quedé congelado. Mis músculos se tensaron, y el primer pensamiento que cruzó mi mente fue que tal vez era Sigma, pero el abrazo era diferente, más pequeño, más familiar. Me giré lentamente, y mi corazón dio un vuelco cuando vi a Anastasia. Mi hermana.
—¡Sorpresa! —exclamó con una sonrisa radiante, sus ojos brillando de alegría.
Por un momento, no pude reaccionar. Habían pasado cinco años desde la última vez que la vi. Cinco largos años en los que había intentado mantener el contacto a través de mensajes y llamadas, pero siempre con la sensación de que la distancia entre nosotros crecía con cada día. Y ahora estaba allí, frente a mí, como si el tiempo no hubiera pasado.
—¿Anastasia? —murmuré, incapaz de creer lo que veía.
—¡Claro que sí, tonto! —respondía con un tono juguetón mientras me abrazaba de nuevo, esta vez con más fuerza—. ¡Dime que no te has olvidado de tu hermana pequeña!
La abracé de vuelta, aunque mis movimientos eran torpes, casi mecánicos. Podía sentir el nudo en mi garganta, la mezcla de emociones que amenazaba con abrumarme. Felicidad, alivio, incredulidad, pero también una punzada de vergüenza. Sabía que ella estaba al tanto de lo que había pasado conmigo, y eso hacía que su presencia fuera aún más dolorosa.
—Pensé que estabas en Ucrania —logré decir finalmente.
—Lo estaba, pero no podía seguir allá sabiendo que me necesitabas. ¡Así que aquí estoy! ¡Sorpresa!
Anastasia sonreía, pero sus ojos me observaban con atención, buscando algo, como si intentara medir cuán dañado estaba. Yo desvié la mirada, incapaz de sostener su escrutinio. Ella siempre había tenido esa capacidad de ver a través de mí, de leer las cosas que yo trataba de ocultar incluso de mí mismo.
—Vamos —dijo, agarrándome del brazo—. Necesitamos ponernos al día, y no aceptaré un "no" por respuesta.
Caminamos juntos por las calles, y aunque ella hablaba sin parar sobre lo emocionada que estaba de verme, yo me mantenía en silencio. Escuchaba sus palabras, pero sentía que estaban lejanas, como si provinieran de otro mundo. Todo lo que podía pensar era en cómo explicar mi estado, cómo justificar lo que había hecho y lo que estaba sintiendo.
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📚░B░a░j░o░ ░l░a░ ░s░o░m░b░r░a░ ░d░e░ ░l░a░ ░r░a░z░ó░n░📚
ФанфикшнA veces las promesas hechas en la infancia no se olvidan, sino que se quedan suspendidas en el aire, esperando el momento adecuado para resurgir. Nikolai tenía solo ocho años cuando dejó Rusia, llevándose consigo el recuerdo de un amigo mayor que...
