La luz de la mañana entraba tímidamente por las rendijas de la persiana rota, proyectando líneas finas y doradas que cruzaban mi habitación en penumbra. Abrí los ojos lentamente, y lo primero que sentí fue el dolor sordo en mi cuerpo, recuerdo vivo de la noche anterior. Suspiré, sin moverme aún, dejando que la realidad se asentara en mi mente como un peso insoportable.
Los recuerdos eran como cuchillas: la pelea, la rabia, las palabras que le había lanzado a Sigma como dardos venenosos, y Fyodor... la forma en que me miró, como si intentara encontrar algo que yo había enterrado tan profundamente que ya no sabía si existía. Cerré los ojos por un momento más, deseando que el día se desvaneciera en el olvido. Pero sabía que no podía quedarme en esa cama, atrapado entre mis pensamientos.
Me senté lentamente, sintiendo los músculos tensos y el dolor agudo en mis costillas.
Cuando me levanté, el suelo frío bajo mis pies fue un recordatorio tangible de que estaba en un lugar que no era mío. La habitación era pequeña, con muebles que reconocía vagamente, vestigios de una historia compartida que había intentado dejar atrás. Me acerqué al espejo del tocador, donde mi reflejo me devolvió la mirada: un corte seco en la ceja, el labio inferior hinchado y un ojo rodeado por un círculo morado.
Me pasé una mano por la cara, sin mucho cuidado, y me encogí de hombros. No había nada que pudiera arreglarse ahora.
Salí de la habitación y caminé por el pasillo, las tablas crujían bajo mi peso. Un aroma dulce y familiar me golpeó antes de que pudiera ver de dónde venía. Al girar hacia la cocina, lo vi: Yuki, con su cabello recogido en una coleta y una camiseta vieja que una vez fue mía, estaba de espaldas, sirviendo tortitas en un plato.
El ruido de la espátula chocando con la sartén llenaba el espacio, y por un instante, todo pareció congelarse.
—¡Joder, qué susto! —exclamé, y Yuki se giró, sorprendido pero con una sonrisa que desarmaba cualquier rastro de tensión.
—Buenos días —dijo, con una voz suave, sin una pizca de resentimiento o sorpresa. Como si todo fuera normal. Como si yo no hubiera aparecido en su puerta a medianoche, golpeado y sin aliento.
—Buenos días —respondí, rascándome la nuca, intentando encontrar las palabras que, en mi cabeza, sonaban patéticas.
—Hice tortitas con chocolate —anunció, el olor a chocolate derretido era casi reconfortante.
Bajé la mirada por un momento, tragando el orgullo y la culpa que se enredaban en mi garganta.
—Perdón por molestar ayer tan tarde —dije, casi en un murmullo, alzando la vista para encontrarnos con su mirada serena—. Y gracias por dejar quedarme.
Yuki se encogió de hombros, como si fuera lo más sencillo del mundo. Como si no fuera yo el mismo que, años atrás, había salido de su vida sin una despedida decente.
—No hay de qué. Pensé que podrías necesitar un lugar donde... despejar la cabeza. —Su tono era ligero, pero sus ojos, oscuros y profundos, decían más de lo que cualquier palabra podría.
Me dejé caer en la silla junto a la mesa, mientras él se giraba para seguir cocinando. El silencio entre nosotros era pesado, pero no incómodo. Era un silencio de entendimiento, de historias pasadas y presentes complicados.
Me pasé la mano por la ceja herida, sintiendo el ardor.
—Te ves terrible, por cierto —añadió Yuki, y no pude evitar una risa seca que escapó de mis labios partidos.
Se giró a los segundos con un plato lleno de tortitas con chocolate que me hizo sonreír
—Feliz desayuno: extra chocolate para el señor y un poco de azúcar —dijo Yuki, colocando el plato frente a mí con una sonrisa juguetona que me hizo olvidar, aunque fuera por un segundo, la pesadez de todo lo que llevaba encima.
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📚░B░a░j░o░ ░l░a░ ░s░o░m░b░r░a░ ░d░e░ ░l░a░ ░r░a░z░ó░n░📚
FanfictionA veces las promesas hechas en la infancia no se olvidan, sino que se quedan suspendidas en el aire, esperando el momento adecuado para resurgir. Nikolai tenía solo ocho años cuando dejó Rusia, llevándose consigo el recuerdo de un amigo mayor que...
