cuarenta y siete

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El aire olía a tabaco rancio y sudor, mezclado con un perfume dulce y empalagoso que parecía filtrarse desde las paredes mismas. Entró con pasos seguros, su silueta alta proyectándose contra la luz débil que emanaba de las lámparas de aceite de distintos colores dispersas por el techo. Tenía una bolsa de cuero colgando de su hombro, pesada y desgastada, como si hubiera recorrido largas distancias con ella.

El lugar parecía un bar a primera vista, aunque algo en su atmósfera gritaba que no era un sitio común. Las mesas estaban dispersas sin orden alguno, muchas de ellas manchadas de lo que parecía ser vino, aunque era fácil imaginar otro tipo de fluidos. Los pocos clientes que ocupaban las sillas lo miraron al instante, con una mezcla de desprecio y desconfianza. Eran hombres y mujeres de rostros endurecidos, cicatrices que contaban historias que nadie querría escuchar, y ojos oscuros que seguían al recién llegado como depredadores midiendo a su presa, sus vestuarios contrastaban demasiado con su apariencia simple.

Sin embargo, él no pareció inmutarse. Una sonrisa apenas perceptible se dibujó en sus labios mientras avanzaba entre las mesas, sus pasos resonando contra el suelo de madera astillada. No esquivó las miradas, pero tampoco las buscó. Caminó directo hasta el mesón del fondo, dejando caer su saco sobre la superficie con un golpe seco que hizo que la bebida de un cliente cercano salpicara un poco.

—¿Qué quieres, extranjero? —preguntó la mujer detrás del bar, con un tono que mezclaba aburrimiento y burla. Su voz era áspera, como si hubiera fumado más cigarrillos de los que una vida permitía. En una mano sostenía un vaso que limpiaba con un trapo dudoso que se veía más sucio que el mismo vaso, en la otra, un cigarro a medio consumir que apenas colgaba de sus dedos.

El hombre la miró con calma, sus ojos penetrantes iluminados por la tenue luz rojiza de una lámpara cercana.

—¿Qué te hace pensar que soy extranjero? —preguntó, su tono tranquilo pero cargado de una seguridad que parecía fuera de lugar en un sitio como ese.

La mujer soltó una risa que fue más un jadeo divertido, ladeando la cabeza para mirarlo mejor.

—Porque no hueles a este lugar. —Lo señaló con el cigarro, de arriba abajo, como si su mera presencia fuera una anomalía. Antes de que el hombre pudiera responder, ella levantó una mano, cortándolo.—No me interesa. Si viniste a algo más que charlar, las jefas están en la habitación del fondo.

Inclinó la cabeza en un gesto de agradecimiento, recogiendo su saco con una facilidad que destacaba más de hubiera querido. Se movió hacia el lado del mesón y abrió una pequeña puerta detrás, entrando a un pasillo que contrastaba con el bar en su extraña extravagancia.

Las luces eran de colores, verdes, azules y moradas, lanzando sombras distorsionadas que hacían que las paredes parecieran moverse. Cortinas de terciopelo pesado colgaban en las entradas de múltiples puertas, cada una diferente: algunas eran de madera sólida y otras tenían pequeños visores con barrotes que dejaban entrever sombras detrás. Avanzó con calma, pero sus ojos se movían con atención, como si grabara cada detalle del lugar.

Sonidos peculiares llenaban el aire: risas descontroladas, susurros agitados, un grito breve que fue acallado rápidamente, gemidos. Las paredes estaban cubiertas con un papel tapiz desgastado que alguna vez debió ser lujoso, pero ahora estaba rasgado en varios lugares, dejando al descubierto la madera mohosa debajo. Había olor a humedad mezclado con algo metálico, como sangre seca que no se había limpiado del todo.

El hombre pasó frente a una de las puertas entreabiertas, de donde salió un brillo rojizo junto con una risa femenina que se apagó al verlo pasar. Un ojo lo observó desde una rendija antes de que la puerta se cerrara con un golpe.

witch | portgas d. aceDonde viven las historias. Descúbrelo ahora