Dos tortas me daba

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Caí en un estado comatoso-depresivo en cuanto el avión tomó tierra.

La cuesta de enero se hacía notar porque, supongo que, como todos, me gasté todos mis ahorros en los regalos de navidad para mi familia, Tati y Diego.

Alba me sacó del pozo en el que me vi sumida. O por lo menos hacíamos el intento.

Quedamos una mañana en el Costa del parque porque sí, porque no queríamos que solo nos viéramos los fines de semana o algún que otro día salpicado. Era lunes y las dos nos levantamos con ganas de salir de picospardos.

Así que paseamos juntas al perro del infierno, con un frío de narices. Estábamos hechas dos cuadros: gorros de lana, orejeras, guantes, jerséis de veinte capas, etc. Lo que venían siendo dos muñequitos de Michelin.

Hora y media después y al borde de la hipotermia, nos sentamos en una mesa en nuestra cafetería favorita, con un mokka-latte en la mano y muchas ganas de contarnos todo lo que nos había pasado en navidades.

Mientras navegábamos por los caudales de lo maravillosa que es la vida y lo difícil que es estar bien con todo el mundo, me contó que en su casa estaban teniendo una serie de problemas personales que es mejor ni tratarlos, porque sí, son cosas que deben mantenerse en privado. Y yo le conté todo el embrollo con el Rusi y Diego.

Ella abogó por que mandara a los dos a la mierda y me hiciera lesbiana, decía que era la solución a todos mis problemas. Además, sostenía la indudable teoría que de algún día las mujeres nos cansaríamos de quedar en segundo plano y dominaríamos el mundo. Dejando al hombre solo como inseminador y amo de casa.

En verdad es broma, o casi.

Ella pensaba que mis problemas se debían a que soy tonta y no me gusta estar mal con nadie. Y llevaba razón la jodía.

Después de eso se me puso profunda y me ahogué en sus palabras y, para qué engañaros, también con el café que me estaba bebiendo. Casi lo echo por la nariz.

Volví a casa con las energías renovadas y muchas ganas de pasármelo bien con los niños.

Pero el percal que me encontré en cuanto abrí la puerta de la cocina fue precioso.

Mi querido Wellington, o Jesús, como yo le llamaba, había abierto la puerta de su "cuartito", pues creo que se me olvidó echar la llave, y se había comido cosas de la basura. Lo que derivó en que le había dado uno de sus brotes de alergia... y, por consiguiente, las cagaleras de la muerte, como yo las había bautizado.

Quise morirme.

Pero en su lugar, con la peste y el asco que me dio de verlo todo, vomité.

Así que las casi dos libras que me había gastado en el cafelito se fueron por el retrete. Literalmente.

Recogí y limpié todo hasta que me vi reflejada en el suelo. Por lo visto, soy una maniática obsesiva-compulsiva de la limpieza y yo no lo sabía.

A mi madre le iba a encantar.

Esa semana la pasé fatal. Entre mis depresiones, lloros y conversaciones con Diego y mis padres por Skype pasé el resto de la semana.

Pero el sábado pasó algo bonito.

Alba me recogió muy temprano el sábado por la tarde. Hicimos picknick y, cómo no, fuimos de nuevo a merendar al Costa, pero esta vez en High Wycombe. Véase el pueblo más cercano con centro comercial guay.

Allí, en una servilleta con publicidad y alguna que otra salpicadura de café, planeamos lo que sería nuestra estancia en Inglaterra.

Viajes, escapadas y sitios cercanos por visitar.

'Los mejores planes comienzan en un trozo de papel'.

Diario desastroso de una Au Pair EspañolaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora