¿Quién me mandaría a mí?

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Se me olvidó contar que Linda se empeñó, insistió y casi me coacciona para que fuera con ellos de excursión a Londres un par de fines de semana antes.

Sí. Mi cabeza.

La cosa es que me despertó muy temprano un domingo por la mañana y yo la quise matar lenta y dolorosamente.

La explicación era sencilla.

Sus padres estaban ese fin de semana en Londres viendo una serie de musicales que se esforzaron en contarme pero que, a mí, ni fu ni fa.

Después insistieron de nuevo en que querían ir a ver el Tate Modern Art. Un museo de arte moderno de ese que a ellos les encantaba y encontraban significado a cada detalle, por muy minúsculo que fuera. Y yo no lo entendía.

Por si acaso hay leyéndome algún amante del arte moderno, quiero empezar diciendo que LO SIENTO, pero no me gusta, no lo entiendo. Para mí, que a un tío cuyo nombre era impronunciable coja un palo y le cuelgue pedruscos de la playa y haga un móvil, no es en absoluto una obra de arte. Llamadme lo que queráis. Seré lo que queráis, pero no le encuentro la maravilla ni me deja plasmada mirándolo como lo haría, por ejemplo, una escultura de Bernini.

En fin.

Lo que más me gustó, sin duda, fue que, mientras avanzaba en mis paseos por el museo (que estaba petado no, lo siguiente), encontré algunos cuadros de Picasso, otros de Dalí y hasta creí identificar alguno que otro de Joan Miró. Y me encantó haberlos visto, pero más que nada, el haberlos reconocido antes de mirar el nombre.

Ese día triunfé.

La familia me invitó a comer en el restaurante del museo y, como todo se veía rarísimo en la carta, hice caso a Linda y pedí fish and chips. Y madre del amor hermoso... qué buenísimo estaba. El mejor que había probado en los meses que pasé allí. Si eso estaba delicioso, más lo estaba una salsa que acompañaba al pescado. Tartare sauce, creo que era, no me hagáis mucho caso.

Me puse las botas, quería que eso quedara patente.

Siguiendo con mi triunfo, la abuela quería visitar la Tower of London. Muy guay, hasta ahí todos contentos, hice amago de sacar la cartera para pagar mi entrada ¿qué menos, no? Pero Linda me fulminó haciendo que algunos de mis peniques rodaran por el suelo.

La entrada valía 22 libras. Sí.

Agradecí a mi querida jefa su consideración hacia mi economía.

La torre de Londres era una pasada por dentro y las joyas de la corona ya... ni para qué contar, que derroche de lujo... de dinero... de cosas.

En fin...

Con la de hambre que se podría paliar en el mundo.

Llegué a casa con los pies reventados y unas ganas inmensas de dormir.

***

La semana siguiente a mi excursión con las chicas a Windsor, la casa fue un completo descontrol.

John volvía de un servicio en el quinto pino, los niños solo querían estar con él, pasaban de todo lo que yo decía, y me estaba empezando a tocar la moral (mucho).

Llegó el día en que le dije: "debería aprovechar su semana de vacaciones para pasar algo más de tiempo con sus hijos y no jugando al cash of clans en el móvil" solté una sonrisita sarcástica y me retiré a ayudar a los niños con sus deberes.

Dos segundos y medio después me arrepentí, pensando en que quizás debería empezar a buscar una nueva familia. Porque por impertinente cualquier día me mandaban a España de vuelta con una patada.

En fin..

En casa las cosas no es que mejoraran mucho tampoco.

Tati seguía pasando de mi cara, lo cual ya me resbalaba gratamente.

Mis padres llevaban un par de semanas medio ausentes, porque ellos pertenecen a una peña que se encarga de la organización de los carnavales del pueblo. Traduzco: estaban metidos de lleno en toda la vorágine que eso supone y, claro, nuestras horas de Skype iban mermando a pasos agigantados.

Yo me sentía muy sola. Diego también era muy carnavalero, de hecho, era guitarrista en una comparsa y estaba también metido de lleno en los ensayos para los concursos y actuaciones que tenían contratadas. Entramos en una espiral que me tenía agobiada. Apenas hablábamos más que por whatsapp. Me explico: yo medio trabajo por las mañanas, los martes y viernes tengo clases de inglés. Lunes y miércoles limpio la casa. Pero claro, Diego trabajaba por la mañana, y yo por la tarde hasta las 8, estaba con los niños, lo que supone las 9 en España, que es la hora a la que Diego se iba a los ensayos con la comparsa y acababa bien montada la madrugada. Llamadme egoísta, pero... apenas nos comunicábamos y eso terminó por pasar factura, yo solo quería hablar un poco con él. Ah, se me olvidaban los benditos fines de semana. Pensaréis ¿por qué no los findes? Porque él también trabajaba los sábados por la mañana, por la tarde o por la noche también tenía actuación y no sabía a qué hora volvería a casa o cuando estaría disponible para hablar.

¿Qué habríais hecho en mi lugar?

Yo me iba. Sí. Con dos ovarios.

Al fin de semana siguiente quedé con Alba, mi casa se quedaba sola y eran los premios Goya presentados por Dani Rovira. Diego, cómo no, tuvo actuación y la pobre Alba tuvo que ir sola a comprar, porque entendía que, para un rato que íbamos a poder, quisiera hablar con él.

La cosa es que me quedé esperando delante del portátil durante más de dos horas. Sí, dos horas. Me harté, estaba cansada de estar esperándole (que ese no es el problema) y quedarme como una gilipollas sin respuesta y todo porque no se le ocurría la brillante idea de mandarme un mensaje diciendo: María, no puedo, lo dejamos para otro momento.

Avisé a Alba de que podía venir cuando quisiera, la pillé comprando y poco después llegó cargada de cosas con chocolate anti-depresión. La quería y mucho.

Cuando vi que aparcaba el coche, desconecté el teléfono y cerré sesión en Skype. Ya habían pasado más de tres horas desde que Diego "podía hablar" y ahora era él quien no iba a tener noticias mías. Son niñerías, lo sé, pero en ese momento me pilló muy cabreada. Con más o menos razones, pero cabreada, al fin y al cabo.

Vimos los Goya desde mi portátil conectado con HDMI a la tele grandiosa que teníamos en el salón de casa. Disfrutamos muchísimo de la gala, pero Alba tuvo que irse pronto, porque al día siguiente también nos íbamos de excursión con Carmen y salíamos muy temprano.

Al irse, volví a encender mi móvil y justo entonces entraba una llamada de Diego. Pensé en no contestar, pero lo hice.

- ¿Qué quieres? – Dije.

- ¿Por qué has apagado el móvil? Se suponía que habíamos quedado para hablar y ahora no consigo localizarte por ningún medio.

- Ah, vaya, ¿has pensado que quizás me he hartado de pasar tres horas delante del ordenador? Porque te he escrito y tampoco me has contestado.

- Es que los de la comparsa me liaron para tomar unas cañas. Y ya sabes que esas cosas se alargan.

- muy bien.

- ¿Estás enfadada?

- Sí

- ¿En serio?

- Creo que está bastante claro.

- Pues hasta mañana, cuando se te pase me avisas, porque no me da la gana estar aguantando tus tonterías.

Y colgó.

Me deja tirada, ni siquiera me avisa y, encima, me cuelga.

Genial

VsF

Diario desastroso de una Au Pair EspañolaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora