Capítulo 21 El guiverno

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Aquella amenaza cayó como un yunque en el ánimo de todos los presentes. El silencio se adueñó de la ciudad mientras los Cazadores, con manos firmes, empezaban a encender las puntas de sus flechas. Las antorchas iluminaban las miradas tensas y la incertidumbre se extendió como una sombra sobre los ciudadanos. Comprendieron, al ver aquel despliegue, que no solo el Niño de la Rebelión estaba en peligro, sino que el hijo de los héroes también era posiblemente un objetivo de la persecución. En sus corazones, todos coincidían en que no permitirían que se lo llevaran. Pero desconocían que Ruu y los suyos ya habían dejado atrás Fodies. Aun así, el miedo a las llamas se extendió entre los extranjeros, agitando sus ánimos. El ejército se iluminó con el brillo danzante de las flechas en llamas, y el característico olor a madera y aceite ardiendo no hizo más que acrecentar el nerviosismo.

– ¿¡Te atreves a amenazar con prender fuego a nuestro hogar!? – exclamó Halla, ligeramente alterada e incapaz de contener su indignación.

El miedo, finalmente, había roto la calma de la Dama de Fodies, arrebatándole esa serenidad inquebrantable que siempre la había caracterizado.

– ¡Flechas de fuego caerán sobre Fodies si no entregas a los traidores y al Demonio Blanco! – sentenció Tracia, su tono cortante y definitivo.

– ¡De todos los que mencionas, solo estamos Eithel y yo aquí! – rugió Graown, extendiendo sus alas de manera protectora. – ¡Solo nosotros permanecemos tras estas murallas!

– ¡¿Crees que confiaré en las palabras de un traidor?! – replicó Tracia, con un desprecio gélido. – ¡Tus mentiras no valen nada! Tu sola presencia basta para que esta ciudad sea reducida a cenizas si no te entregas.

Con un gesto brusco, la Cazadora rubia alzó el brazo, y como un solo cuerpo, todo su ejército apuntó sus arcos hacia las murallas blancas de Fodies. Al otro lado, el pánico se desató entre los ciudadanos, quienes corrían despavoridos, mientras los soldados de la Ciudad Independiente, pese a levantar también sus arcos, titubeaban, inseguros frente a la amenaza que pendía sobre ellos.

– ¡Cubríos! – ordenó Graown, tomando momentáneamente el liderazgo de la Guardia en ausencia de Dovic. Los soldados, aterrados al contemplar el inminente diluvio de fuego, obedecieron, viendo cómo un mar de llamas se cerniría inminente sobre su ciudad.

– ¡Lo diré una última vez! – gritó Tracia, con una mirada victoriosa pintada en su rostro. – ¡Entrégame lo que exijo y nada le sucederá a tu pueblo!

– ¡No puedo darte lo que no tengo! – bramó Halla, al borde de la desesperación, consciente de que la devastación era solo cuestión de segundos.

– Que así sea. – respondió Tracia, regodeándose con satisfacción en el pánico que había sembrado. – ¡DISPARAD!

En un solo movimiento sincronizado, el ejército de cazadores soltó sus miles de flechas incendiarias. El cielo se oscureció con el zumbido de las saetas, que descendían como un castigo divino.

– ¡Halla, a cubierto! – exclamó Graown, envolviendo a Eithel bajo sus poderosas alas.

– Jamás. – respondió la Dama, su voz apenas un susurro cargado de determinación. – Defenderé esta ciudad con mis propias manos. Soy una de sus Guardianes, después de todo.

Con una calma que desafió el caos a su alrededor, la mestiza extendió sus brazos hacia el cielo cubierto de flechas.

– Halla, ¿qué estás haciendo? – preguntó Graown, desconcertado, con sus ambarinas clavadas en la figura imponente de la Dama. – Si usas tus poderes, descubrirán que eres...

– Una ráfaga de aire será suficiente para apagar el odio en esas flechas. – lo interrumpió Halla, su voz tranquila pero firme. – Aunque deba pagar el precio de desvelar quién soy, valdrá la pena.

El Cazador de demonios (libro II) HecatombeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora