Capítulo 41 Digno de ser escuchado

1.8K 185 24
                                    

Cuando Ruu abrió los ojos, se encontró nuevamente en la cama que había ocupado durante días en la casa de Aldair y Anabeth. A su lado, Keriz dormía en una banqueta, sujetándole la mano. El mestizo esbozó una media sonrisa al verlo, y por unos eternos minutos lo observó en silencio. Aquel pequeño había pasado por demasiadas cosas desde que abandonaron Fodies en aquella frágil balsa... Demasiadas para alguien de su edad.

– ¿Ya estás despierto, brote de soja? – la aguda voz de Broog resonó de repente en la habitación. – No haces más que dormir y dormir... ¡Quién fuera tú!

Ruu giró la cabeza hacia la puerta de papel y vio al duende entrar cargando un balde de agua sobre sus ancas. Pero en lugar de responder, dejó caer la cabeza hacia atrás, hundiéndola en la almohada.

– Estoy cansado... – suspiró Ruu, demasiado extenuado para discutir.

– Y yo también lo estoy. – bufó el duende, dejando el balde en el suelo antes de arrastrar un pequeño taburete hasta la cama. – ¿Sabes cuántas horas he tenido que pasar avivando el fuego para hervir tus malditas hierbas medicinales? ¡Me han salido callos en las ancas! – bramó, indignado. – ¡Callos!

Ruu deseaba poder cubrirse los oídos para no oír las quejas constantes del duende, pero sus heridas tiraban tanto de su piel que hasta el más mínimo movimiento era un suplicio. Broog se percató del dolor que el mestizo trataba de disimular, y tras un largo suspiro, saltó al taburete, quedando a su altura.

– Si no hubieras sido tan impulsivo en la Pagoda, no estarías tan maltrecho. – lo reprendió con tono severo.

Ruu frunció el ceño. Lo último que necesitaba en ese momento era un sermón.

– ¿Y dejar que ese cerdo la manoseara? – gruñó, entre dientes. – Por encima de mi cadáver.

Broog exhaló con cansancio, moviendo sus ancas con resignación.

– Iba a quitarle las cadenas, no llevársela a su recámara. – respondió.

Ese comentario solo sirvió para encender más la ira de Ruu, que se incorporó tan bruscamente que varias de sus heridas se abrieron. Ahogó un grito de dolor, lo suficientemente fuerte como para despertar a Keriz. El niño, al ver la rabia en el rostro de su hermano, no comprendió la razón, pero Broog sí, y no tardó en esconderse bajo el taburete en un acto reflejo.

– Ruu, no deberías alterarte en este estado... – dijo Keriz, intentando calmarlo aunque ignorara el origen del conflicto. – ¿Quieres desperdiciar el esfuerzo de Aldair para curarte?

Molesto, Ruu bufó y, sin más opción, volvió a recostarse, bajo la atenta mirada de Keriz, que parecía satisfecho de haber logrado sosegarlo. El niño se subió a la cama y le tomó la temperatura mientras el mestizo, aún vendado de pies a cabeza, mantenía los labios apretados y la mirada fija, enfurecido.

– Estuviste genial en la Pagoda. – aseguró Keriz, intentando reconfortarlo. – Dadran no se atreverá a acercarse a mi tía nunca más.

– No debería acercarse a ninguna mujer, en realidad... – masculló Ruu, evitando la mirada de su hermano.

– Pero él dijo que tenía cuatro esposas... – recordó Keriz.

– ¿Cómo puede soportarlas? – intervino Broog, asomándose tímidamente desde su escondite bajo el taburete.

– No todos son como tú, Broog. – replicó el niño, con una sabiduría inusitada. – Ni todas son como Breda.

El duende comenzó a discutir con Keriz, y mientras lo hacían, Ruu los observaba en silencio. Aquellos pequeños intercambios le recordaban a los días tranquilos en Fodies, cuando la paz reinaba y el temor a los demonios era solo una sombra del pasado... Pero ahora, ese miedo era más real que nunca.

El Cazador de demonios (libro II) HecatombeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora