Capítulo 30 Cambio de rumbo

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En la Región de Gimma, finalmente, el día en que los cuatro viajeros llegaron a la bahía, se detuvieron frente al tan esperado Mar Interior.

– ¿Esto... es el mar? – preguntó Keriz, atónito.

– Al menos debe ser lo más parecido a uno. – murmuró Shina, igualmente sorprendida.

Ninguno de ellos había visto el mar antes, pero el Mar Interior no era en absoluto lo que habían imaginado. Según los libros que Cairo había recopilado con tanto esmero, el mar debía ser una vasta extensión de agua salada, un océano interminable de azul líquido. Sin embargo, el pequeño de ojos cobrizos no comprendía por qué aquel lugar recibía el nombre de mar. Ruu, quien ya había contemplado la peculiar naturaleza de ese lugar durante su viaje con Hidan y Saya por las Tierras Mortales, se limitaba a disfrutar en silencio de las expresiones desconcertadas de sus compañeros.

– ¿Pero... no son nubes? – preguntó Shina, su voz llena de incredulidad. – Solo veo nubes aquí.

En efecto, lo que se extendía ante ellos, desde la orilla hasta el horizonte, no era otra cosa que un inmenso manto de nubes. Las últimas luces del día teñían los cúmulos en tonalidades rosadas y anaranjadas, creando un paisaje etéreo y onírico.

– No te apresures a juzgar, niña. – negó el duende Broog con una sonrisa astuta. – Solo espera y lo verás.

Los cuatro se quedaron en silencio, expectantes. Y entonces lo escucharon.

Un canto profundo, un eco que resonaba en el aire, repetitivo y lejano, como si viniera de las entrañas de la misma tierra. Era un sonido que recordaba vagamente al canto humano, pero no provenía de ninguna garganta humana. Y entonces, de entre las nubes emergieron gigantescas criaturas. Sus cuerpos eran fusiformes, con dos aletas laterales que cortaban el aire como si nadaran a través del cielo, y una poderosa cola que las impulsaba a través del espeso mar de nubes.

Keriz abrió los ojos de par en par, mirando al duende con una mezcla de asombro y fascinación.

– ¡¿Qué son, Broog?! – exclamó el niño, sin poder contenerse.

– Ballenas. – respondió él, con la satisfacción de quien guarda un gran secreto. – Ballenas del Interior.

– No hay que ser un genio para notarlo. – bromeó Ruu, riéndose con suavidad.

– Mide tus palabras, brote de soja. – espetó Broog, irritado, aunque su tono llevaba un dejo de buen humor. Ruu se encogió de hombros y el duende soltó una risa victoriosa. – Hace mucho tiempo, yo crecí en estas costas. Así que, jóvenes ignorantes, creedme cuando os digo que el Mar Interior sí tiene agua. – se llevó una mano al pecho con orgullo. – Solo que, bajo esta capa perpetua de nubes, no puede verse a simple vista.

– Vaya, Broog, sí que eres todo un experto. – lo halagó Shina.

El duende se rascó la nariz, hinchando el pecho con satisfacción.

– Entonces, sabrás cómo cruzarlo, ¿no? – intervino Keriz, dando por hecho la respuesta.

Broog asintió con solemnidad y señaló a una de las ballenas que se deslizaba elegantemente entre las nubes.

-Solo hay que montar una de esas ballenas y listo, nos llevará a Ilis en un abrir y cerrar de ojos.

– Me temo que eso no va a ser posible... – intervino Ruu, rompiendo el momento.

El rostro del anciano duende se crispó en una mueca de irritación. Ruu siempre tenía que contrariarlo, siempre tenía que opinar lo contrario. Y eso lo exasperaba profundamente. ¿No comprendía que su sabiduría era incuestionable? Al menos, en esta ocasión...

El Cazador de demonios (libro II) HecatombeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora