Capítulo 14 Traidora

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En aquel momento, muchas cosas sucedieron a la vez;

El pegaso negro llegó junto a Keriz a gran velocidad y cuando todos creían que el equino lo embestiría, algo increíble sucedió, pues la criatura de magia ancestral pegó violentamente su frente a la palma del pequeño, y en vez de seguir trotando o de arrollar a Keriz, una fuerza proveniente de la palma del niño le hizo parar en seco, levantando una espesa nube de polvo con las alas. Al mismo tiempo, las diez arqueras respondieron a la orden de Tracia y dispararon sin dudar al chiquillo. El público se estremeció y se escondió bajo las gradas al ver aquella lluvia de flechas, de las cuales no sabían ni de dónde venían ni hacia dónde eran disparadas. Por último, Ruu siguió desde tierra la trayectoria de las saetas y corrió hacia ellas. Por primera vez en aquel lugar, hizo que sus uñas retráctiles se desplegasen y cortó, desvió y atravesó las diez flechas con cada uno de sus diez dedos. Por cada flecha que interceptó, hizo una pirueta en el aire, cubriendo con determinación tanto al caballo alado como al niño que se encontraban a su espalda. Aquella acción conmocionó al público en su totalidad, y mucha gente corrió despavorida, creyendo que la exhibición se había salido de control. Cuando finalmente las flechas dejaron de caer del cielo, el anfiteatro se quedó en relativa calma y Ruu miró hacia el palco, esperando poder cruzar una vez más la mirada con Tracia, y cuando lo hizo, el rostro de la mujer estaba pálido, mientras que el suyo se encontraba pletórico. Ruu sonrió satisfecho, como si quisiera hacerle entender a la líder de Plumas que ellos podían haber hecho todo aquello desde el principio, logrando que la mujer lo mirara con aún más furor. Junto a ella, Daegal observó también al mestizo de cabello blanco. Para Ruu, aquel Barauz le era del todo irrelevante, pero para el líder del Sauce, el Demonio Blanco se había convertido en un individuo sumamente interesante.

Tras varios segundos de transición, los espectadores menos temerosos volvieron a sentarse y miraron con impresión lo que acontecía en la arena. Keriz mantenía la palma de la mano sobre la frente del pegaso, el cual parecía querer seguir avanzando hacia delante mientras relinchaba y coceaba, pero que de alguna manera, era retenido por la mano desnuda del niño, siendo por ello incapaz de seguir hacia delante.

– Lo ha detenido... – murmuró el hombre sentado en las gradas que había encima de Keriz. – ¡C-Con una sola mano!

Sin embargo, que el equino se hubiera detenido se debía únicamente al haber tenido contacto con el pequeño. Si Keriz hubiera rozado al animal con la punta de un solo dedo habría sido suficiente, pues habría logrado de todos modos entablar conexión con su alma. Él no disponía de una fuerza sobrehumana como Ruu, una máscara como sus padres o la capacidad de usar el Pulso Negro. No, su poder residía en otra parte y la prueba de ello era el intenso brillo dorado que habían adquirido sus ojos cobrizos. Parecía como si el oro o el mismo sol se hubiesen adueñado de sus orbes, desvelando de cierta manera los secretos de su sangre. De repente, la palma de su mano se iluminó, y una luz blanca atravesó la frente de la criatura de magia ancestral. Todos miraban con expectación e inquietud aquel brillo y algunos lo encontraron similar al destello producido por las perlas que hacía ya más de una década atrás que cayeron sobre las Tierras Mortales. La verdad es que aquel poder y el de Keriz eran en sí tan similares como distintos.

– Ahora, todo estará bien. – musitó Keriz con una sonrisa.

En ese momento, una pequeña onda expansiva levantó la arena que había a sus pies y el animal, antes fiero, se relajó y dejó de intentar avanzar. Aquella súbita tranquilidad confirmó a Ruu que su hermano pequeño había realizado la Resonancia de almas con éxito, y Keriz, por su parte, miraba al pegaso negro con expectación, esperando a que algo más sucediese. Lo miraba fijamente a los ojos, esos ojos negros sin brillo ni fondo en los que lentamente y a medida que la luz de sus manos iba menguando, las pupilas del animal se fueron contrayendo hasta volver a tener un tamaño normal. El niño suspiró aliviado y dejó caer la mano al mismo tiempo que el brillo dorado de sus ojos se iba desvaneciendo y recobrando su color natural. Había logrado anular los efectos narcóticos de la Yadra y el animal había vuelto a la normalidad. La criatura de magia ancestral sacudió la cabeza un poco y miró al que lo había liberado de aquel estado. El niño y la bestia se sostuvieron la mirada durante unos eternos momentos y finalmente, el caballo alado avanzó con lentitud hacia Keriz y posó su cabeza en el hombro del niño. Él sonrió y acarició el carrillo de la criatura con suavidad. Para ellos, el tiempo se había detenido, y Keriz creyó oír en su mente una voz envuelta en un relincho que le daba las gracias.

El Cazador de demonios (libro II) HecatombeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora