Capítulo 58 Los Guardianes

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El cuerpo de Indra se desvaneció, pero en su lugar quedaron cientos de miles de luces doradas, flotando en el aire como luciérnagas etéreas. El dragón negro observó esas luces durante un breve instante, con una mirada cargada de desdén, y luego, aquellas almas liberadas se dispersaron por el campo de batalla, buscando regresar a los cuerpos de los que habían sido arrancadas. Eran las almas de las criaturas de magia ancestral que Indra había robado, las que había dominado con su poder oscuro. Ahora, tras su caída, volvían a ser libres. Sin embargo, Nuar parecía preferir ignorar aquel espectáculo luminoso. El dragón alzó su cuello imponente y exhaló un aliento que levantó una humareda negruzca, los últimos vestigios del príncipe demoníaco que se habían disuelto en el aire.

– ¿Y vosotros, quiénes sois? – preguntó, recorriendo con sus ojos llameantes a los presentes, que observaban en silencio, paralizados por el miedo. – Humanos, un mago... ¿demonios? – El dragón frunció el hocico, como si la respuesta no le convenciera del todo. – No... sois algo más extraño aún.

Ninguno de los presentes respondió; el terror les había robado la voz. Indra, el príncipe demoníaco que había devastado Plumas, arrebatado almas y formado un ejército oscuro sin parangón, había sido derrotado. El enemigo que casi había destruido a Ruu, el que casi mata a Keriz, el heredero de una raza maldita, yacía destruido. Su vida, extinguida como una llama fugaz ante las estrellas, había terminado en un rugido y un suspiro. Los ojos de Nuar se deleitaban con sus rostros pálidos, sus cuerpos paralizados por el temor. Pero no podían quedarse así, inmóviles.

– Faith, déjamelo a mí. – susurró Ruu de repente. – Llévalos a un lugar seguro.

– Eh, Demonio Blanco. – replicó Astor desde atrás. – No hemos venido aquí para ser una carga. Vamos a luchar también.

Ruu se giró para encontrar al Barauz, que levantaba orgullosamente el hacha que portaba. Pero no era solo él. Hidan, Saya, Coga, Tracia y Daegal ya habían desenvainado sus espadas, mientras Faith alzaba su báculo y Shina apretaba su lanza.

– No vas a pelear solo. – dijo esta última con una mirada cómplice.

Ruu suspiró con una media sonrisa y volvió la vista al dragón. Sabía que deshacerse de ellos sería imposible. Después de todo, ¿qué más podía esperar?

– Has preguntado quiénes somos. – empezó Ruu, sus ojos fijos en Nuar. – Pues te lo diré. Somos los que te volverán a encerrar, y esta vez, para siempre.

Con un destello en sus ojos jade, el mestizo extendió las uñas y se lanzó corriendo hacia el Dragón de la Creación, seguido por los demás.

– ¿Crees que puedes sellarme de nuevo? – se burló Nuar. – No tengo intención de volver a dormir.

El dragón batió sus alas con furia, elevándose en el aire mientras hinchaba su pecho, listo para lanzar una devastadora llamarada. En tierra, los guerreros se prepararon para recibir el ataque, protegidos bajo la cúpula de aire de Faith, pero Hidan se apartó del grupo. Con un movimiento rápido, creó una esfera oscura en sus manos y la lanzó hacia el estómago del dragón. El Pulso Negro impactó de lleno, apagando las escamas rojizas de Nuar y sofocando el fuego en su garganta. Un alarido de dolor resonó en el aire.

– Es mejor prevenir sus llamas antes de que las lance. – dijo Hidan con una sonrisa traviesa, mirando al resto.

Los demás sonrieron, aliviados por el breve respiro. Pero Nuar, furioso por la afrenta, levantó sus garras para arremeter contra el mestizo.

– ¡Miserable criatura! – rugió el dragón.

Hidan esquivó el ataque con una voltereta en el aire, pero su impulso lo llevó peligrosamente cerca del mar de lava. Justo a tiempo, Saya lo sujetó del brazo, salvándolo de una caída mortal.

El Cazador de demonios (libro II) HecatombeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora