Capítulo 40 Audiencia para un demonio

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Cuando Keriz despertó y vio que Ruu también lo había hecho, todos en la residencia de Anabeth y Aldair lo supieron. El niño se lanzó sobre su hermano mayor y lo estrechó con fuerza, sollozando incontenible. El mestizo, exhausto y débil, no ofreció resistencia; simplemente se dejó arrastrar por el torbellino de emociones de su hermano menor. Keriz lo abrazaba como si temiera que se desvaneciera en cualquier momento, como si con la fuerza de su abrazo pudiera protegerlo de todo el dolor y el sufrimiento que les rodeaba. El alboroto no tardó en atraer a los demás hacia la habitación. Anabeth, Aldair y Shina entraron, seguidos de Broog, y todos se quedaron observando la escena. Nadie se atrevía a interrumpir aquel momento entre los hermanos, ni siquiera con una palabra. Ruu, aunque asfixiado por el afecto de Keriz, lo dejó hacer, reconociendo en aquel abrazo una fuente de consuelo para ambos. Poco después, Glaciem hizo su entrada en la casa. La noticia del despertar del mestizo había llegado a sus oídos, pero su presencia no trajo alivio, pues con su característico tono severo, anunció que en cuatro días Ruu tendría que comparecer ante la Corte Élfica para defenderse, siendo aquella la única oportunidad de dar su versión de los hechos.

Durante los días que siguieron, Aldair, quien demostró ser más que un simple anfitrión, se hizo cargo de las heridas del joven con la destreza de un verdadero experto en medicina. Trataba sus lesiones y quemaduras con un cuidado especial, aplicando bálsamos y ungüentos que aliviaban temporalmente el dolor del mestizo. Ambos compartían largas conversaciones mientras Aldair trabajaba, a pesar de que, de vez en cuando, los ataques de tos de Ruu los interrumpían, acompañados de pequeñas salpicaduras de sangre. Era un signo alarmante, pero uno que ninguno de los dos mencionaba en voz alta. Keriz y Shina también visitaron a Ruu durante esos días. El chiquillo, en su habitual forma tierna y protectora, se acomodaba junto a su hermano en cuanto entraba, buscando su cercanía como si de ello dependiera su tranquilidad. Sin embargo, la muchacha de ojos melosos mantenía una distancia prudencial, siempre al borde de la habitación, mirando hacia el exterior con la mirada perdida en la nevada que empezaba a cubrir Eissïas con su manto blanco. Ruu era consciente de esa distancia, sintiéndola como una barrera infranqueable, similar a la que había nacido entre ellos después del incidente con el guiverno. Estaba convencido de que Shina lo culpaba, de que lo veía como el responsable de los grilletes que ahora adornaban sus muñecas, una carga que llevaba día y noche por su culpa. Pero lo que Ruu no podía comprender era que Shina, en realidad, no se sentía capaz de mirarle a los ojos. No se consideraba merecedora de hacerlo, pues cada vez que pensaba en lo que había ocurrido, sentía que le había fallado. Y por eso prefería el silencio y la distancia.

Los cuatro días transcurrieron con lentitud, pero inevitablemente llegaron a su fin. El día del juicio amaneció frío y gris, y la nieve había transformado las calles de Eissïas en un paisaje desolado. Bajo la atenta mirada de los Custodios del Templo, el grupo se preparó para salir: Anabeth, Aldair, Broog, Keriz, Shina y, finalmente, Ruu, quien avanzaba con un andar vacilante, aún cubierto de vendas y con sus heridas apenas curadas. A pesar de su estado deplorable, el joven de cabellos blancos mantenía la cabeza alta, desafiando con la mirada a cualquiera que se atreviera a observarlo. Mientras caminaban hacia la Pagoda, las miradas de los elfos se clavaban en ellos como dagas. Susurraban entre sí, pero no lo suficientemente bajo como para que el grupo no escuchara sus palabras.

– ¿Por qué no lo encadenan? – preguntaban algunos.

– ¿Por qué no lo ejecutan de una vez? – otros lo señalaban con miedo o desprecio, con ojos llenos de temor al ver en él al supuesto asesino de la Sacerdotisa.

Ruu sentía el peso de esas miradas, pero se negó a ceder ante ellas. Por mucho que su cuerpo doliera, su espíritu aún estaba intacto. Shina, en cambio, caminaba con la cabeza gacha, incapaz de enfrentar la presión de los murmullos, de los juicios silenciosos que recaían sobre el Hijo del Rey. Finalmente, llegaron a la Pagoda y ascendieron los pisos en silencio hasta la Sala del Pentagrama, donde ya los aguardaban las figuras más poderosas de Eissïas. Glaciem estaba presente, acompañado de Alsyn, Dadran y Mirsalis.

El Cazador de demonios (libro II) HecatombeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora