Capítulo 52 Pilares y flechas

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Aldair y Broog aguardaban en un silencio tenso, expectantes ante cualquier señal que rompiera la quietud. Lo que fuese. El elfo permanecía sentado, con la espalda apoyada en una de las frías paredes de hielo, mientras que Broog no paraba de moverse sobre sus ancas, inquieto e incapaz de contener su nerviosismo. ¿Qué había sucedido allí? Shina había sido raptada por el espíritu errante de un dragón, hasta ahí lo comprendía... pero la razón se le escapaba. ¿Por qué ella y no el elfo? ¿No deberían ser los de su raza mucho más dignos de ser escuchados que una simple humana? Aunque, pensándolo bien, Nirvara había decidido aparecer ante Keriz...

"Pero ese niño no es siquiera humano" – pensó, frustrado.

Broog dirigió una mirada de disgusto hacia su compañero de orejas puntiagudas, pero Aldair no le devolvió el gesto; sus ojos estaban perdidos en el cielo nocturno, contemplando las estrellas que comenzaban a brillar en el horizonte. Por suerte, al ser de la Casa del Fuego, mantenía encendida en la palma de su mano una pequeña llama de un tono carmesí brillante. Al ver aquella flama, el duende sintió un escalofrío recorriéndole la columna vertebral.

– Deberías sentarte. – le aconsejó Aldair, sin apartar la vista del firmamento. – Desde ahí, dudo que entres en calor...

Broog resopló y, con desgana, se sentó junto a la mano del elfo, donde la tibieza de la llama era más palpable. Aldair había dicho que debían esperar, sí, pero ¿cuánto más?

– ¡Argh! – gritó el anciano mientras se estiraba los cuatro pelos de su cabeza. – ¡¿Qué le diré a mi señora Halla si la chiquilla no regresa?!

El elfo, divertido por la clara preocupación egoísta del duende, soltó una suave risa.

– Nirvara es uno de los dos Dragones de la Creación... – murmuró Aldair. – Es un dios misterioso, pero no hay que dudar de sus designios.

– ¡Por eso los duendes no tenemos dioses! – espetó Broog, cruzándose de brazos. – ¡Tenerlos solo trae problemas!

Pero aquel arranque de rebeldía le duró poco, pues el suelo de hielo comenzó a temblar bajo sus pies. El mar de cristal que les rodeaba vibró, y las congeladas crestas de las olas amenazaron con desprenderse debido a los temblores. Aldair se puso en pie de un salto, mientras Broog caía de rodillas, aterrorizado. La llama que el elfo sostenía también se apagó, y todo se sumió en la oscuridad.

– ¡Piedad, por favor! – gritó el duende con voz temblorosa. – ¡Lo de que los dioses solo traen problemas no lo decía en serio! ¡Tenga misericordia de este pobre anciano!

Aldair lo tomó por el cuello y comenzó a correr por los corredores de hielo con firmeza.

– Esto no tiene nada que ver con lo que has dicho o hecho. – aseguró el elfo, aunque su voz no disimulaba la inquietud. – Algo está ocurriendo... Es posible que...

Pero no pudo terminar la frase, pues el entorno se encargó de hacerlo. Los cristales del suelo comenzaron a elevarse, serpenteando como colosales reptiles que se enroscaban alrededor de ellos. El laberinto de hielo empezaba a erguirse, transformando lo que hasta ahora era un camino horizontal en una pendiente vertical.

– ¡Vamos a caer! ¡Vamos a caer! – chillaba Broog con desesperación.

Y en efecto, los pasillos se inclinaron hacia el cielo, mientras un resplandor azul brillante emanaba de ellos. Aldair, incapaz de mantener el equilibrio, resbaló, y ambos comenzaron a deslizarse por la superficie helada, en una caída que parecía inevitable. Broog había perdido ya toda esperanza. El abismo se abría frente a ellos, un precipicio que acababa en un risco mortal. Pero el elfo no se rindió, y con su mano libre, Aldair silbó mientras abrazaba con fuerza al duende contra su pecho.

El Cazador de demonios (libro II) HecatombeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora