CAPITULO I: LOS ENCANTOS DEL TRAJE DE NOVIA
I
La novia, vestal vestida de blanco. Con un largo traje, cuyo color parecía un copo de nube blanca expuesta contra un cielo transparente y azul en un día de verano. La minuciosidad que se observaba en aquel traje nupcial, la riqueza de sus tejidos en hilos de tul, y, las líneas puras y sofisticadas en sus bordados con delicados detalles, hacían de él, una joya producto del buril del más experto orfebre. Los encajes que decoraban los vuelos y el escote, tímidas gasas apenas transparentadas, insinuaban unas carnes ebúrneas, delicadas y tiernas. Unos Guantes semitransparentes cubrían sus manos y sus antebrazos hasta la altura del codo. Una amplia cola le seguía hacia el altar; un padre orgulloso, a la vista de todos, la llevaba del brazo, ataviado con un frac de levita negro intenso, endrino. Brillantes los bordes, con un satén cuyos destellos lo hacían ver más negro; una corbata de lazo, también color negro se anudaba en su cuello, parecía una mariposa al punto de iniciar su vuelo. Arremolinados en dos anchas filas, los invitados pugnaban por no perderse el espectáculo, de las "bodas del siglo" en la Ciudad del Lago.
Nada se escatimaba, todo fluía. Las delicadas y finas manos de la novia sostenían un ramo de flores exóticas, importadas desde Europa especialmente para la ocasión. El color de su rostro rivalizaba con el carmín delicado que impregnaba de color sus rosadas mejillas; el azul en sus ojos contrastaba con aquella blanca epifanía exteriorizada por todo el lugar, y su larga cabellera negra se recogía en un tocado formidable y regio, aunque tocado y sencillo como el peinado de una Galatea.
En su traje, la delicada y espléndida lucidez, su confección cual verdadera obra de arte, la sensación idílica provocada por su color cual niebla y la candidez visible en su espesura, parecían convertirse de pronto, en rayos fulminantes para exaltar la omnipresencia ante el espectador quien, inconsciente, se iba perdiendo en la inmensidad de una belleza poco vista, menos apreciada entre los mortales, tan infinita, como inverosímil, tanto más inmensa cuanto más provocadora, la cual evocaba los puros y excelsos encantos de la feminidad. En la novia, sus reflejos parecían manar de las alturas, esas inagotables alturas donde se gestaban las estrellas, que por lejanas parecían intocables.
Ataviado su cuello con un delicado collar forrado por auténticas perlas australianas, el cual, sobre su cuerpo delgado lucía con pudor y con modestia; y, otras prendas tan preciosas, ensanchadoras de los encantos ya adornados por una belleza por sí sublime. Su vida mostraba un desenfado fraternal y majestuoso apreciable por una sonrisa a flor labios como fuente inagotable, caracterizando en ella, a un Ángel con singular aptitud. Se divisaba en su franqueza, que la vida le sonreía, y ella a su vez, sonreía a la vida. En sus ojos, se advertía un inocente palpitar con el que se delataba la presencia de un amor intenso y, en su expresión cristalina, un deseo de amar inagotable, manifiesto en la entrega por ella profesada hacia Ricardo Flete.
Entre los asistentes a las bodas del siglo, se encontraban las Damas pertenecientes a la alta sociedad de Ciudad del Lago, invitadas por la Familia de Mirna Sebastián Herrera. Todos los invitados admiraban la belleza que era característica innata en Mirna Sebastián: su fino porte, su modo de andar, su cintura torneada y su fijo mirar, pero sobre todo conversaban sobre las finas alhajas con las cuales adornaba su cuerpo, sobre su traje de terciopelo y en particular, acerca de su posición económica y social. Un sordo murmullo invadía el salón principal de la iglesia de Ciudad del Lago, la Catedral de Piedras.
Las bodas de fuego ce celebraban en a iglesia principal de Ciudad del Lago, llamada la Catedral de Piedras, cuyo nombre evoca su arquitectura construida en rocas al estilo colonial. Tres naves ocupaban toda su extensión arquitectónica. En cada una, varios espacios para los actos, habitaciones y un largo pasillo. La nave céntrica es la mayor, ocupa aproximadamente la mitad de la iglesia. Tiene las principales habitaciones, la casa arzobispal, los cuartos destinados al personal de mayor jerarquía eclesiástica y el personal que labora directamente con el arzobispo esta ubicado en esta parte y donde son guardados los equipos y herramientas arzobispales de mayor valor histórico y económico. En esta se celebraban las bodas del siglo, igual en ella se celebraban los actos conocidos por su mayor relevancia en Ciudad del Lago. Las otras dos naves inferiores, cuentan el otro cincuenta por ciento de la estructura. Aquí se encuentran los equipos de valor inferior, y el habitad del personal destinada para los empleados con menor rango e importancia. Dos hileras de largos asientos, primero, a la espera de los invitados, luego, repletos por los presentes observando el acontecimiento religioso: las bodas de fuego.

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Bodas de Fuego
Ficção GeralMirna Sebastián Herrara llega a Ciudad del Lago después de cursar estudios superiores en Europa. Su regreso a la ciudad, coincide con la celebración de las fiestas patronales en honor a Santa Lucía. Allí, en el parque central, se encuentra con Rica...