Capitulo XXX : Blanco

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Los polvos de cal cubren las casas después de ser construidas. El polvo blanco se adueña de los aires y el mismo aire cubre el rostro de cada uno. Entre cadenas en sus pies no podia moverse. Sentada en colchón casi

—No comprendo todo lo que me dijiste — confundida Minerva.

—Quiero que te cases conmigo — insiste Matías.

—Como pero si yo no te amo—responde con lógica.

—Estos dias he comprendido que ocupas alguien que te proteja y yo lo puedo hacer— explica Matías.

—Aún asi no me casare contigo — da su respuesta final.

Matías se enfurece y tira el vaso de agua al suelo. Dejando caer el líquido por todo el piso. Hace unos días Matías ha querido conquistarla pero ella en su corazón no lo quiere. Algo le dice que no es para el. Aunque no recuerda nada tiene la imagen de aquel varón que canta con dolor. Ese dolor al que se vuelve un símbolo de esperanza.

—Ya lo hicisteis enojar — dice Primrose recogiendo el vaso.

—Otra vez me propuso lo mismo — cruza los brazos con molestia.

—Sabes deberías aceptar aquí todas las damas quieren matrimonio con Matías — sugiere.

—Pero no lo amo Primrose —confiesa.

La ve a los ojos con un gran silencio y una ira en su interior. Recordando aquel amor eterno que sostuvo hace un tiempo en el cual engendró a un hijo sano y con una simpatía única. Su voz como los ángeles cantaba por las mañanas cuando lo tenía en sus brazos. Ese recuerdo lo atormenta haberlo dejado en aquella fuente de esa plaza por un amor casi fugaz.

—¿Que te ocurre?— preocupada al ver sus lágrimas.

—No es nada solo un recuerdo— secandose su dolor.

Minerva se levanta para poder consolarla pero las cadenas la impedían avanzar más. Ve como su dolor se transmite a todo el ambiente. Primrose ve las intenciones de Minerva y le dice —No te preocupes fue algo que pasó muchos años atrás— Ya debería de haberlo superado—sonríe y va a su dormitorio.

Sorprendida por ese sentimiento comienza a pensar en que pudiese haberlo hecho sufrir tanto. Distinguio que son lágrimas de una madre y no de un amor perdido. Se volvio a acostar y toma su cabello. Lo empieza a trenzar asi esconde su suciedad.

Primrose va a su cuarto y saca unas flechas de Cupido. Escondida en sus gavetas, toma tres con punta de plomo. Se inyecta las tres una por una en su brazo. Al llegar la solución por sus venas cae en la cama como una pluma.

Ve al techo con los ojos casi cerrados y poco a poco van cerrándose tras uno y a otro. —Es por ti mi Theo — susurra y se ahoga en un sueño.

Las fechas las ahoga de su dolor haciéndole curar esa agonía. Recuerda, recuerda y recuerda en los sueños en que navega su corazón. Pobre mujer en vivir en esa culpa a que la difiere tanto. Nadie comprende el alivió que transmite las fechas a ellos. Es como una manera de poder olvidarse de todo.

Una especie de morfina al cual los entretiene por un repentino tiempo, pero para ellos es una falsedad. Los guardianes no creen en su abuso sino en el uso de medicina y no de droga o suplemento.
Las flechas de Cupido un misterio aun por revolver. Nadie tiene una respuesta concreta sobre ello. Todos menos el Padre Valentino. Al cual sabe todos los secretos y abusos que puede conllevar.

Primrose se ahogó en su dolor y ese sufrimiento nadie se lo puede reprimir. Ya nadie comprende el dolor de una madre al dejar su hijo en otras manos, pero en las mejores condiciones.

—Sabes hace tiempos que no hablamos — reclama Annalina.

Tomás solo almuerza sin ver a su esposa. Los dos en la misma mesa disfrutan de su festín. —Ya ni me ves, ni me tocas... — pausa apunto de llorar.

Tomás sigue pensando en los bellos ojos de aquella joven. Su hermosa Minerva al quien nadie puede poseer, la unica que no deja morir a nadie. Annalina ve que su esposo no responde ante sus peticiones y se acerca donde el.

—Y Ya no hacemos el amor —continua. Acaricia su mano y se sienta sobre la mesa logrando atrayendolo a el.

Tomás pará y dirige su atención a su abandonada esposa. La ve a sus ojos cafés luminosos por hambre de su afecto, se dio cuenta que todo este tiempo ha sido llamativo por vano.

Recordó la primera vez que la vio en blanco con su velo de novia. Camina al altar donde el con su mirada inocente y delicada. Su ramo de rosas cortadas y frescas como ella. Ese día se dio cuenta que debía protegerla y amarla.

—No he podido, porque no me dejas morir en tu amor —piensa al acariciarle la mejilla.

Annalina se recuesta en su mano y cierra los ojos como un ángel en las nubes. Acaricia su mano con delicadeza y besa su mano con sus labios rotos por su falta de querer.

—Cuándo nos casamos estabas seguro de casarte conmigo — cuestiona curioso.

—Por supuesto, Annalina —acaricia su cabello. — Jamás lo dude — se levanta y la besa.

El mismo beso que le dio hace cinco años. Su promesa al entregarle sus anillos y esposarla como su eterna juventud.

—Sabes eres mi mayor felicidad — confiesa Annalina.

—Igual que tu mi amada — responde y la toma de la mano.

Ambos como hombre y mujer se dirigen a su aposento donde mutilan su dolor y agonía. Nada mas que afición y sobre todo amor. Las tormentas de Annalina han cambiado de curso y sus preocupaciones han desenredado. La joven de los cabellos oscuros y tez clara ha perdido ante los ojos de su esposo. Sus dudas fueron ayesadas ante ese dolor que vivió por mucho tiempo.

—No crees que ya es momento de...— risueña.

—¿Momento de que?— pregunta.

—expandirnos— aclara.

—¿Hijos?— sorprendido.

—Si...— sonríe ante la idea.

—No lo se, no crees que es pronto — dudoso.

—Yo creo que ya es hora — sonríe y toca su pecho.

—Comencemos — sonríe.


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