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"El Espíritu del Señor está sobre mí, por cuanto me ha ungido para anunciar buenas nuevas a los pobres. Me ha enviado a proclamar libertad a los cautivos y dar vista a los ciegos, a poner en libertad a los oprimidos."

Lucas 4.18

Aurora.

Las luces de la ciudad brillan sobre el aire de la noche, los motores, los bullicios de la gente rompen el silencio. Desde lo lejano viene el lejano sonido de aviones y autos, deambulando en la oscuridad en medio de la atolondrada velada navideña. También oigo risas y conversaciones amenas, susurros que dictan la felicidad del día. Pero en algún lugar de la distancia desde mi casa, puedo percibir el dolor de un joven luchando nuevamente con su debilidad. La llora, gime, se desgarra el pecho, siempre soy yo la que termina por preocuparse de más. Insisto en que él me conteste las llamadas, pero no da señal alguna. Por lo que el ambiente a mi alrededor lo siento lejano a mí, por primera vez en Navidad.

Vacilo y me tambaleo, arrastro mis manos sobre el barandal de mi balcón. Voy despacio por todo el lugar, esperando.

Cuando conocí a Eder, cuando todavía su identidad no le golpeaba muy duro, me atrevía a bromear sobre tus gustos, pero ahora, lo pensaba dos veces. Desde que supe que tuvo la revelación de la Gracia y amor de Dios, me abstuve de comentarios fuera de lugar. Ahora si me tomaba en serio su cambio.

Él no contesta. Levanto mi cabeza, siento la brisa de la noche y oigo la voz de mi mama llamándome. Veo las infinitas luces de la ciudad, unos niños jugando con varitas de luces. Pero yo estoy ocupada, encima del ruido y el caos. Ya había tenido a estas alturas de mi vida escenas trágicas de la muerte: mi intento de suicidio, mi intento de aborto y la muerte de Diana. Aunque desde luego, es algo en lo que ya tenía que acostumbrarme.

Parecía extrañamente inevitable que no ocurrieran sucesos catastróficos en mi vida o en la de mis amigos, estaba esperando por algo peor cada día, pero mi confianza en Dios seguía siendo la misma. Tenía la impresión que estaba marcada por el desastre. Rogaba Dios todos los días que sacara eso de mi vida. Pero es que Eder esta tan débil, no confío en dejarlo solo ni un minuto, es por eso que llamo o mensajeo cada de cinco minutos todo el día. ¿O será que ya se habrá fastidiado de mí? ¿Se habrá dado por vencido? ¡Por Dios que él no esté pasando por lo mismo que Diana!

No me había percatado del buzón de voz que esperaba mi mensaje. Colgué y marqué de nuevo, manteniendo el dedo en el botón de colgar por si acaso, y esta era la última vez que lo buscaría.

— ¿Hola? — contestó una voz femenina que no ubique quien era.

Se me formo un nudo en la garganta; no era la voz de Eder. Los ojos se me escocían llenos de lágrimas punzantes y las manos no dejaban de temblarme.

— Hola, soy Aurora.

— ¡Ah, hola Aurora! ¿Qué paso? ¿Cómo estás?

Medio abrumada. Desesperada por una respuesta pregunté:

— ¿Quién habla?

— Oh. ¿Cómo que quién habla? Soy Deborah, la mamá de Eder. ¿Pasa algo?

Suspiré aliviada.

— ¿Llamas para saber cómo está Eder?

— Eh, sí. ¿Qué tal esta? Recibí un mensaje muy raro esta mañana.

— Igual que antes. Se niega a hablar. Hace una hora que llego muy borracho y se acostó sobre el sofá, llorando.

— ¿Saben por qué esta así?

Amar merece la pena [TRILOGÍA #3]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora