| -Explosión- |

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Unas cuantas horas después, en el 221-B de Baker Street, Sherlock estaba sentado en su habitual sillón con las manos en posición de rezo bajo la barbilla. Cora por su parte, estaba sentada en el reposa-brazos derecho del sillón de su marido, su vista fija en la chimenea del piso. Por su parte, John se encontraba sentado en su sillón habitual, frente a los detectives, su mirada fija en ellos mientras daba vueltas a un bolígrafo en su mano izquierda. En medio de la estancia cerca de la mesa de los clientes, se hallaba Mycroft de pie. Sus brazos estaban cruzados, mientras que en su rostro se podía divisar una expresión de superioridad. La Sra. Hudson estaba en el umbral de la puerta de la sala de estar con una sonrisa en el rostro, observando cómo Mycroft agachaba el rostro y se mordía el labio, nervioso.

–Tienes que sentarte –le dijo la casera con amabilidad, el Hombre de Hielo desviando su mirada hacia ella–. Si no, no hablarán contigo. Son las normas.

No soy un cliente. –rebatió Mycroft con un tono algo molesto, que a los pocos segundos recibió una réplica cortante por parte del sociópata.

Pues vete. –sentenció, no posando los ojos en su hermano mayor.

Mycroft posó su mirada en John, quien lo miró mientras daba golpes intermitentes con el bolígrafo en el reposa-brazos. Tras descruzar los brazos y hacer un gesto de exasperación, Mycroft suspiró, sentándose en la silla de los clientes. Sherlock bajó las manos de su rostro, la derecha rodeando la cintura de su mujer, mientras que la otra descansaba en el reposa-brazos. Mycroft entonces gesticuló hacia la casera del 221-B.

–¿No irá a quedarse ahí, no? –le preguntó a Sherlock. Los detectives se miraron, y la pelirroja entonces hizo un gesto de afirmación con la cabeza a la Sra. Hudson.

–¿Quieres una taza de té? –le preguntó la amable mujer con una sonrisa.

–Gracias. –replicó Mycroft.

Ahí tienes la tetera. –sentenció ella con una sonrisa y un tono de orgullo, señalando la cocina, antes de dar media vuelta y bajar a su piso. Aquello hizo sonreír a los detectives y al doctor, mientras que Mycroft se volvía hacia su hermano pequeño.

–¿Y ahora qué? ¿Vas a hacer deducciones? –cuestionó el Gobierno Británico con sarcasmo.

–Vas a decir la verdad, Mycroft, simple y llana. –replicó Sherlock con un tono severo.

–¿Quién fue el que dijo La verdad rara vez es llana y nunca es simple? –inquirió Mycroft de forma retórica al tiempo que Sherlock había posado sus ojos en él.

Ni lo sé, ni me importa –sentenció el sociópata–. Así que éramos tres. Ahora lo sé. Tu, yo, y... Eurus –continuó, Mycroft asintiendo ante sus palabras–. Una hermana de la que no me acuerdo. Un nombre curioso, Eurus. ¿Es Griego, no? –indagó, John bajando la vista a su bloc de notas antes de apostillas con una sonrisa.

–Mm. Literalmente el Dios del Viento del Este.

–Sí. –confirmó Myucroft, algo molesto por la sonrisa de John.

Sopla Viento del Este, Sherlock. –recitó el detective de memoria mientras su mirada estaba posada en el suelo. A los pocos segundos levantó el rostro, observando a su hermano mayor–. Lo decías para asustarme.

–No. –replicó Mycroft, su cuñada mirándolo a los ojos algo indignada.

Convertiste a su hermana en un relato de fantasmas. –le espetó la joven, intentando calmar su voz, pues no era conveniente para el bebé que ella se estresara.

–¡Que disparate...! Solo lo vigilaba. –rebatió Mycroft, los ojos de John y su cuñada abriéndose con pasmo ante sus palabras.

–¿Cómo dices? –cuestionaron el doctor de cabello rubio y la detective de ojos escarlata, Mycroft posando su mirada en ambos.

Mi Hilo Rojo del Destino (Sherlock)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora