| -El problema final- |

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Las horas fueron pasando de forma inexorable hasta llegar la noche. Sherlock, quien ahora se encontraba tumbado sobre una mesa, se encontraba vestido con la gabardina. De pronto, una voz llegó a sus oídos.

¿Hola? ¿Hola? ¿Sigue ahí? –se escuchó la voz de la niña, mientras Sherlock se sentaba en la mesa, masajeándose un costado de la cabeza con su mano derecha.

–Si, sí, eh... Aquí sigo. Estoy aquí –replicó en un tono aturdido el joven detective. Alzó el rostro, observando que se encontraba en una habitación rectangular de paredes y suelo de color negros. Se percató de que le habían colocado su gabardina.

–Se había ido –le indicó la niña en un tono que indicaba un reproche–. Dijo que me ayudaría y se fue –le espetó.

Sí, lo sé –afirmó Sherlock en un tono apenado–. Lo siento mucho –se disculpó, sintiéndose apenado por no haber logrado reunirse con su mujer y su bebé–. Se ve que se cortó. Eh... –comenzó a decir antes de apoyarse en un codo y sacudir la cabeza–. ¿Cu-cuanto tiempo he faltado? –cuestionó.

Horas –replicó la niña–. Horas y horas. ¿Por qué los adultos no dicen la verdad? –cuestionó en un tono lacrimógeno.

–No, yo digo la verdad –sentenció Sherlock tras carraspear–. Puedes confiar en mi –le aseguró en un tono suave, su tono aún con resquicios de amargura por lo sucedido a su mujer. Alzó el rostro, observando que sobre él había una reja que dejaba ver el cielo nocturno, con la luna llena en todo su esplendor.

–¿A dónde has ido? –le preguntó la niña en un tono suave. El joven de ojos azules-verdosos colocó sus piernas en un lado de la mesa, sentándose en el borde de ésta.

–No lo sé muy bien... –le respondió al final, su tono aún confuso y algo cansado por lo sucedido. Su psique aún intentaba procesar el hecho de que había perdido todo cuanto aún le era querido. El joven observó las paredes, poniéndose de pie a los pocos segundos–. Eh... Vamos a ver, tienes que ser muy, muy valiente... –le indicó, agachándose para recoger un farolillo que había en el suelo, encendiéndolo–. ¿Puedes ir a la cabina del avión? ¿Puedes? –inquirió, alzando el farol e iluminando las paredes.

–¿A la cabina? –preguntó la niña para asegurarse.

–Sí –replicó Sherlock, observando que en las paredes había cientos de imágenes suyas recortadas–. Eso es, a la cabina.

–¿Donde está el conductor? –preguntó la pequeña en una voz temblorosa.

–Sí, eso es –replicó mientras continuaba observando las fotografías de la pared.

–Vale. Ya voy –indicó la niña, quedándose en silencio por unos segundos, lo que le indicó que estaba encaminándose hacia allí.

–¿Ya has llegado? –le preguntó a la niña mientras caminaba por la habitación.

–Sí, estoy aquí –replicó John en un tono de voz abrupto, levantándose con celeridad y percatándose de que se encontraba sentado en agua.

¡John! –exclamó Sherlock en cuanto reconoció la voz de su mejor amigo, un gran alivio invadiendo su cuerpo de pronto, aunque solo duró unos segundos, pues aún sentía el peso de la soledad sobre sus hombros.

–Dime –replicó el doctor en un tono aún desorientado.

–¿Dónde estás? –le preguntó el sociópata de cabello castaño.

–No lo sé. Me acabo de despertar –replicó John con sinceridad mientras intentaba dar sentido a lo que le rodeaba–. ¿Y tu?

–En otra celda –sentenció Sherlock–. Acabo de hablar con la niña del avión. Llevamos horas desaparecidos.

Mi Hilo Rojo del Destino (Sherlock)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora