Hogar, dulce hogar

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Salgo corriendo de ahí. Los encuentros casuales me venían de maravilla si mi acompañante no se despertaba antes que yo, así no habría manera de que nos volviésemos a ver o que me arriesgara a que supieran quién era yo. Los tacones me están matando odio usar tacones todos los días, pero es lo que esperan de mí mis amigas y es lo que una chica «popular y rica» como yo debe de usar.

La luz del sol me deslumbra al salir de aquel edificio. Tardo un poco en ubicarme me parece que no estoy lejos de mi casa. Mi aspecto debe de ser espantoso porque las personas normalmente, apuradas de Nueva York, voltean a verme e ignoro sus miradas indiscretas y me encamino a la avenida parece que estoy de suerte pues logro tomar un taxi en menos de cinco minutos, le indico la dirección al taxista quien me mira con curiosidad enarcando una ceja seguramente, piensa en mí como otra chica rica de la Quinta Avenida drogada y ebria. Odio que las personas me miren, aunque en estos momentos no puedo juzgar al hombre, pues mi aspecto no es el mejor, mi vestido de lentejuelas está manchado mi cabello es un caos y aún tengo restos de delineador.

Mientras el taxi recorre las largas avenidas llenas ya de tráfico comienzo a pensar en cómo llegué aquí, muchas veces prefiero olvidarlo pues los recuerdos son por mucho dolorosos y desagradables así que, me he aleccionado a lo largo de los años a mantener sólo los buenos momentos y ahora en mi memoria sólo quedan los dulces juegos con mis hermanos en una gran casa, en un gran jardín. Ahora sólo recuerdo a mi amorosa madre llamándonos para comer y a mi padre sentándome en su regazo mientras me contaba todo tipo de historias y me alentaba a seguir el camino de la música.

―Ya llegamos, señorita ―miro confusa al taxista saliendo abruptamente de mis pensamientos. Es cierto, ya hemos llegado.

―Quédese el cambio ―le doy un billete sin siquiera mirar la cantidad.

―Gracias muñeca, espero verla luego.

Me bajo sin contestarle, hoy no tengo ganas de pelear lo único que deseo es darme un buen baño y si fuera posible dormir toda la semana. Bostezo con evidente cansancio, miro el imponente y lujoso edificio en el que vivo desde hace ya diez años y entro con toda la solemnidad y dignidad que me permite mi situación.

―Buenos días, señorita Kennedy ―me saluda amablemente Rupert, el portero en turno.

―Buenos días ¿algún mensaje para mí?

―El señor Byron me pidió decirle que lo llamara en cuanto estuviese en casa, ha estado muy preocupado, pero tuvo que irse por asuntos...

―Está bien ―corto de inmediato toda platica con él, no necesito que me recuerden lo malagradecida que soy―. Yo lo haré muchas gracias, Rupert.

―Por nada señorita, que tenga buen día ―me dice contrariado por mi brusquedad.

Me despido con una ligera sonrisa y llamo el elevador la espera se me hace eterna y la subida del ascensor aún más. Maldigo internamente vivir en el último piso, pero no podía ser de otra manera sólo lo mejor de lo mejor para Byron McLean, dueño del mejor despacho de abogados de todo Nueva York.

Siento que la cabeza va a estallarme al salir del ascensor y caminar hasta mi casa. Tengo mucho miedo de entrar y busco con lentitud mis llaves retrasando lo más posible lo inevitable, aún no estoy preparada para lo que se viene. Con mucha lentitud abro la elegante puerta de ébano y entro silenciosamente sin hacer ningún ruido e incluso aguanto la respiración rogando no encontrarme con Rita haciendo la limpieza o el desayuno. Me saco los molestos zapatos y me encamino a mi habitación caminando de puntas.

―Llegas tarde.

―Mierda... ―susurro por lo bajo al escuchar aquella voz normalmente dulce, deformada por la ira.

Por favor, regresa y quédateDonde viven las historias. Descúbrelo ahora