72

880 78 0
                                    

Las demás clases fueron aburridas hasta llegar la hora de la cena en el Gran Comedor no fue una experiencia agradable
para Harry.

La noticia de su enfrentamiento a gritos con la profesora Umbridge se había extendido a una velocidad increíble, incluso para lo que solía suceder en
Hogwarts. Mientras comía, sentado entre Ron y Hermione, Harry oía cuchicheos a su
alrededor.

Lo más curioso era que a ninguno de los que susurraban parecía importarle
que Harry se enterara de lo que estaban diciendo de él. Más bien al contrario: era
como si estuvieran deseando que se enfadara y se pusiera a gritar otra vez, para poder
escuchar su historia directamente.

—Dice que vio cómo asesinaban a Cedric Diggory…

—Asegura que se batió en duelo con Quien-tú-sabes…

—Anda ya…

—¿Nos toma por idiotas?

—Yo no me creo nada…

—Lo que no entiendo —comentó Harry con voz trémula, dejando el cuchillo y el tenedor, pues le temblaban demasiado las manos para sujetarlos con firmeza— es por qué todos creyeron la historia hace dos meses, cuando se la contó Dumbledore…

—Verás, Harry, no estoy tan segura de que la creyeran —replicó Hermione con
desánimo—. ¡Vamos, larguémonos de aquí!
Ella dejó también sus cubiertos sobre la mesa; Ron, apenado, echó un último vistazo a la tarta de manzana que no se había terminado y los siguió. Los demás alumnos no les quitaron el ojo de encima hasta que salieron del comedor.

—¿Qué quieres decir con eso de que no estás segura de que creyeran a Dumbledore? —le preguntó Harry a Hermione cuando llegaron al rellano del primer piso.

—Mira, tú no entiendes cómo se vivió eso aquí —intentó explicar Hermione—. Apareciste en medio del jardín con el cadáver de Cedric en brazos… Ninguno de
nosotros había visto lo que había ocurrido en el laberinto… No teníamos más pruebas
que la palabra de Dumbledore de que Quien-tú-sabes había regresado, había matado. Es difícil creerlo, dijo Hermione apenada.

Harry no dijo nada hasta que la hora de su castigo llegó, toco la puerta de  Umbridge deseando que fuera la última vez, y recibió la orden de entrar. La hoja de
pergamino en blanco lo esperaba sobre la mesa cubierta con el tapete de encaje, así como la afilada pluma negra, que estaba a un lado.

la piel del dorso de la mano de Harry se irritó más deprisa, y enseguida se le puso roja e inflamada. el chico no dejó escapar ni el más leve gemido
de dolor, y desde que entró en el despacho hasta que la profesora Umbridge le mandó que se marchara, pasadas las doce, no dijo más que «Buenas noches».

Su segundo castigo llegó y se repitió lo las mismas acciones de la noche anterior, y lo peor era que ese día había pruebas de quidditch

—Ya sabe lo que tiene que hacer, Potter —le indicó la profesora Umbridge sonriendo con amabilidad.

Harry cogió la pluma y echó un vistazo por la ventana. Si movía la silla un par de centímetros hacia la derecha con la excusa de acercarse más a la mesa, lo conseguiría.

A lo lejos veía al equipo de quidditch de Gryffindor volando por el campo, mientras una media docena de figuras negras esperaban de pie, junto a los tres altos postes de gol, aguardando seguramente su turno para hacer de guardianes. Desde aquella distancia era imposible saber cuál de aquellas figuras era Ron.

«No debo decir mentiras», escribió Harry. A continuación, el corte se abrió en el dorso de su mano derecha y empezó a sangrar de nuevo.

«No debo decir mentiras.» El corte se hizo más profundo y le produjo dolor y escozor.

«No debo decir mentiras.» La sangre empezó a resbalar por su muñeca.

Se arriesgó a mirar una vez más por la ventana. El que defendía los postes de gol en ese momento estaba haciéndolo muy mal. Katie Bell marcó dos veces en los pocos segundos que Harry se atrevió a echar un vistazo. Con la esperanza de que aquel guardián no fuera Ron, volvió a bajar la vista hacia el pergamino, salpicado de
sangre.
«No debo decir mentiras.»
«No debo decir mentiras.»

Harry levantaba la cabeza cada vez que creía que no corría peligro si lo hacía: cuando oía el rasgueo de la pluma de la profesora Umbridge o que un cajón de la mesa se abría. La tercera persona que hizo la prueba era bastante buena, la cuarta era malísima, y la quinta esquivó una bludger con una habilidad excepcional, pero luego falló en una parada fácil. El cielo se estaba oscureciendo y Harry dudaba que pudiera
ver la actuación del sexto y del séptimo aspirantes.

«No debo decir mentiras.»
«No debo decir mentiras.»

En ese momento el pergamino estaba cubierto de relucientes gotas de la sangre que le caía de la mano, que le dolía muchísimo. Cuando volvió a levantar la cabeza ya era de noche y no se distinguía el campo de quidditch.

—Vamos a ver si ya ha captado el mensaje —propuso la profesora Umbridge con voz suave media hora más tarde. Se dirigió hacia Harry extendiendo los cortos y ensortijados dedos para agarrarle el brazo y entonces, cuando lo sujetó para examinar las palabras grabadas en su piel,
el chico notó un intenso dolor, pero no en el dorso de la mano sino en la cicatriz de la frente. Al mismo tiempo tuvo una sensación muy extraña a la altura del estómago.

Dio un tirón para soltarse y se puso en pie de un brinco, mirando fijamente a la profesora Umbridge. Ella lo miró también a los ojos, forzando aquella ancha y blanda sonrisa.

—Ya lo sé. Duele, ¿verdad? —comentó con su empalagosa voz. Harry no contestó. El corazón le latía muy deprisa y con violencia.

¿Se refería la profesora a su
mano o sabía lo que acababa de notar en la frente?—. Bueno, creo que ya me ha comprendido, Potter. Puede marcharse.

Harry cogió su mochila y salió del despacho tan deprisa como pudo. «Serénate —se dijo mientras corría escaleras arriba—. Serénate, no tiene por qué
significar lo que crees que significa…»

—¡Mimbulus mimbletonia! —dijo, jadeando.

Hermione quien había estado leyendo en la sala común lo miró con una leve sonrisa su búsqueda de conocimiento había echo sentir mal a Harry pero no podía evitarlo quería seguir siendo la bruja más brillante así que solo lo miró pero no pidió disculpas pues el fondo sabía que el e tendería su razonamiento.

mi Felix FelicisDonde viven las historias. Descúbrelo ahora