XLVIII. Tsunami, deidad de los mares

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Ni siquiera él se dio cuenta de lo que tenía bajo los pies, al borde de la orilla y las rocas oscuras manchadas de suaves y pequeñas algas verdes que fácilmente podían confundirse con el musgo terrestre. Fue un error, o no, dar ese último paso hacia delante, allí donde la unión de la arena húmeda y las piedras formaban un boquete que parecía un simple hueco donde uno podía quedarse con el pie atrapado. No lo era. Era un hoyo. Profundo, oscuro, resbaladizo. Daiki cayó a su interior y bajo cual tobogán se tratase. Estaba asustado, tanto que apenas pudo gritar mientras continuaba deslizándose hacia abajo, a un destino que no conocía. Diez segundos de agonía y fuerte emoción que colapsaron al momento en el que chocó el trasero contra un suelo duro y mojado. Intentó por todos los medios aguantar la mueca de dolor, presionando los labios para callarse a sí mismo. Sus ojos medio llorosos recorrieron el lugar. Una gruta. Una especie de largo pasadizo ubicado bajo las aguas, accesible a pesar de estar bien oculto. Se levantó y observó con paso lento sus alrededores. Las mismas rocas marinas eran la forma del lugar, las gotas salinas se filtraban y caían del techo, generando un sonido suave, agudo, al impactar contra el suelo. La luz era escasa, casi inexistente. Daiki tragó saliva duramente y prosiguió, sin haber dejado de escuchar en ningún momento el cántico melódico, cada vez más fuerte, más cercano. Avanzó por el único camino posible, y tras un minuto, entró en una zona mucho más amplia. Una cueva en la que el suelo rocoso bajo sus pies terminaba y se metía bajo una especie de piscina natural conformada por el agua salada. No conocía la profundidad, y tampoco deseaba averiguarlo, pero estaba seguro de que en alguna parte del fondo habría un agujero que conectaba con el mar de fuera. La propia luz del mundo exterior se colaba por ahí abajo e iluminaba lo suficiente. Al otro lado, justo frente a él, existía otro camino similar al que había seguido, sin embargo, no podía llegar a él a menos que atravesara nadando la distancia. Un último paso más y la voz se apagó, sumiéndolo en el silencio húmedo de la gruta. Su corazón se aceleró y su garganta se cerró, tratando de mantener la respiración estable a toda costa. Vio el agua alborotarse, de simples ondas a movimientos firmes y fluidos, la sombra de algo comenzando a emerger delante de él. Lo primero que vio fue una cabellera rubia decorada con mechas azules. A medida que se dejaba ver, la apariencia de una joven y atractiva mujer se alzó, con una piel lila muy pálida decorada con símbolos morados en frente y piernas. Sus ojos carmesí lo miraban como a un tesoro, brillando en la leve oscuridad y reflejando el tono bermellón de sus labios y sombra de ojos. El kimono empapado era corto, azul marino y con un artístico estampado de grullas. Cuando ella salió por completo a tierra Daiki se fijó en sus pies por un segundo. No había pies siquiera. Eran dos alteras en cada uno. Debía quedarse quieto, o eso suponía, ya que el canto se terminó. Supuestamente, eso significaba que ya podía dejar de fingir la hipnosis. Ella era el demonio, estaba 100% seguro. Sería estúpido creer que no. Se mantuvo en su lugar, sin moverse, inquieto y temeroso. Ella caminó lento a su alrededor, como el depredador que jugaba con el pánico de su presa. Se atrevió a deslizar sus uñas blancas de puntas azules por el hombro del muchacho, quien tragó saliva de nuevo, intentando evitar que sus nervios salieran a flor de piel, rezando para sus adentros que no estuviera sospechando que no era una chica.

-Qué porte. Qué belleza~. -canturreó una vez que se posicionó a sus espaldas. -Eres toda una joya, mi pequeña sirenita~. -con toda la asquerosa confianza, plantó sus manos sobre la cintura del chico y las bajó despacio hasta las caderas, dibujando su contorno. -Las curvas de la perdición, un bonito regalo que los dioses no otorgan a muchas mujeres. Eres tan suertuda~. -Daiki se estaba poniendo nervioso, pálido. No quería que lo tocara, y no entendía su propósito al hacerlo. ¿Se estaba burlando o iba en serio? Sintió cómo ella continuaba su recorrido hasta darle la vuelta completa y regresar frente a él. -Estás nerviosa, tesoro. Relájate, no voy a hacerte daño. -adelantó la mano y demostró con una caricia suave sobre su mejilla que sus palabras no eran mentira. El chico dio un diminuto salto respiratorio al contacto, provocando una pequeña risa en ella. -No te he visto por el pueblo antes, eres visitante, ¿verdad? ¿Cuándo llegaste?

El Ascenso del Dragón: La infidelidad y la crisálida del amorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora