XXVIII. Cómeme

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Estaba completamente petrificado, convertido en piedra viviente. Juraba que si movía un miserable dedo este chascaría como una rama reseca bajo las pezuñas de un animal. Había cerrado los ojos con fuerza en cuanto comenzó a orar en lo más recóndito de su mente, de pura memoria y sin reparar en las palabras que se pronunciaban en su eco psicológico. No vio nada. La oscuridad fue su amiga aquella noche, le impidió notar nada más que la borrosa forma hemisférica cuando inspeccionó lo que él creyó que podría haber sido una dislocación de cadera, y la figura curvilínea y delgada de un tipo de torso que no esperó poder presenciar alguna vez en la vida en ninguna mujer, y mucho menos en un hombre. Nada más que eso. Fue suficiente para sentir que su cara era un volcán activo a punto de entrar en erupción y que su sangre era el propio magma que causaba arder cada célula, cada poro. Respiración. Tenía que respirar o terminaría desmayándose por la sensación sofocante de encontrarse a miles de metros bajo tierra. A la par que recitaba en otro plano por la fuerza trataba de mantener un ritmo constante en sus pulmones, que el aire entrara y saliera de la manera correcta. No percibía movimiento, más que el peso de Daiki sentado en su bajo vientre y el roce de la tela del yukata caído sobre su piel desnuda, expuesta porque la prenda propia se había abierto al perder el obi aflojado mientras dormía. Sus nervios punzantes comenzaron a decrecer por la falta de estímulos y respuestas. La confusión le arribaba muy despacio. Abrió los ojos como si temiera tener delante su talón de aquiles, una debilidad con la que no sabía lidiar y con la que estaba matemática y teóricamente seguro de que perdería el control. Había sido entrenado para eso; el autocontrol. Su fuerza utilizada en las batallas no era más que la mitad. Se retenía de luchar con el porcentaje máximo debido a que todo el terreno lo pagaría caro. Algo similar le estaba ocurriendo en aquel momento. Era un muchacho respetuoso y cortés, pero tenía un límite. Un hilo que podía romperse con el arma correcta, una puerta que mantenía cerrada por voluntad propia hasta que alcanzara la mínima adultez. Se resquebrajó un poco, una pequeña grieta. Sin embargo, de la más mínima brecha se podía derrumbar un edificio completo.

-Aguanta. Respira. Cálmate. No sabes nada, no conoces ningún contexto. La cabeza y el espíritu primero, después el cuerpo. Obtén respuestas y entonces podrás actuar en consecuencia. El tránsito de niño a adulto, esa larga etapa que cada uno vivía a su manera. Esos años insoportables de cambios, y sobre todo, caos y excitación al nivel de las nubes. Mantenía encerrado todo aquello, cualquier euforia carnal, impulso de idiotez, deseo de romper el sistema. Porque debía, porque era lo mejor para una mente clara, porque facilitaba su capacidad de pensamiento. Ese cuarto oscuro con todos esos diablillos de la juventud estaba a punto de reventar por los cuatro muros. Pero todavía era resistente. Captó la delineada figura. Reloj de arena. Despampanante medidor de tiempo que erizaba la piel cuando su contenido caía en la zona baja. Esa zona baja. No veía facciones, no veía relieves, solo una figura negra, borrosa por su visión atrofiada. Y aun así, el calor se atoraba en el cuello. No sabía si esa escultura era atlética o levemente rellena. Si existían cicatrices más allá que la del pecho en su extremo izquierdo. Si poseía pecas en el torso por la predisposición genética de la gente pelirroja a ellas. Todo lo que podía confirmar era que su piel era blanca como la nieve más pura, brillante. No como la suya, que era mucho más pálida y no poseía esa luminosidad endiosada. Hashibira, ese Pilar era el causante de todo lo que lo volvía tonto con respecto al chico con aliento de fuego. Su maldita belleza extraña y andrógina se calcó y se mejoró en alguien de rasgos mucho más dulces, menos fruncidos. Boqueó, intentando emitir cualquier palabra, notando todavía el ambiente de caldero en fogata sobre su propio rostro. Observó con inquietud, en silencio por la derrota de su vergüenza, como el muchacho alargaba su brazo delgado, sin una sola bifurcación de musculatura. Lo siguió con las pupilas sin mover la cabeza hasta que lo tuvo al lado. Escuchó el sonido sólido de algo y después lo miró retroceder. Un reflejo de luz centelleó. Los cristales de sus gafas. Había tomado sus lentes. Tarde para preguntar, no se movió un milímetro cuando notó sus manos aproximarse con el objeto. El roce frío de las patillas le hizo cosquillas en las sienes cuando pasaron y descendieron hasta apoyarse en sus orejas, con el puente sobre su nariz. La neblina se eliminó con aquellos filtros graduados. Veía la figura nítida, más prodigiosa de lo que percibió. Atrayente, tentadora, cautivadora y hecha de pecado puro. No era humano, era un condenado íncubo que buscaba hacerle caer en las tinieblas. No, estaba exagerando, lo sabía, era un cuento. Era perfectamente consciente de la situación y no existía nada extraordinario en ella a pesar de sentir que su espíritu quería corromperse con la carne, pudrirse en algo que no estaba seguro de si realmente era así o algo bueno. La poca luz natural reflejada en el satélite blanquecino chocaba contra todo. Con sus gafas, la visión no era tan oscura. Veía el reflejo suave de la cadera desnuda, expandida hacia los laterales en caminos por los que uno podría derrapar si iba demasiado rápido. Cómo se estrechaba cuanto más subía. Era esa combinación de cintura fina y caderas angostas la que provocaba impulsos herejes. Podía distinguir el suave hoyo en su piel, el ombligo bien cicatrizado de un gran trabajo de enfermería. Liso, pulcro. Así era cada rincón del vientre. Sin una sola huella de entrenamiento previo o simple ejercicio diario. Se saltó el pecho a propósito. Incluso si era un hombre, la figura que se le presentaba fingía que, a pesar de la planicie, era lo que parecía. Clavículas marcadas, hombros pequeños. Todo pequeño a excepción de esa insoportable base escandalosa que unía piernas con torso. Sus pupilas estaban dilatadas, captando a la perfección el rojo gracias a la tenue luz lunar, el perfil ladeado de un rostro sutil, los labios sobresalientes de contorno delicado, esa nariz de duendecillo, fina y suavizada. Las puntas notorias de las pestañas largas, ligeramente rizadas hacia arriba. El flequillo desordenado que caía en mechones y pelillos perdidos. El reflejo verde de la luminosidad en sus iris. Lo supo. Daiki estaba abochornado, encogido en un cubículo imaginario que lo ahogaba. ¿Por qué? ¿Estaba arrepentido? ¿Se había dado cuenta de lo que hizo? Una expresión que no podía ver, pero sí sentir, consiguió enfriar el horno de habitación. Ichiro destensó los músculos muy despacio, adquiriendo de nuevo la confianza en sí mismo, tomando las riendas del autocontrol agrietado. Y como si hubiera sido una señal, Daiki dejó de percibir la dureza del otro bajo sus muslos, otorgándole el valor necesario. Con una voz susurrante, muy baja, habló.

El Ascenso del Dragón: La infidelidad y la crisálida del amorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora