IX. Despellejado

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Se había perdido. No era más tonto porque no se había entrenado para ello, o al menos, eso pensaba. ¿Cómo cojones había acabado completamente solo? ¿En qué momento se desvió del camino? Ni siquiera apartó la mirada de sus amigos. Bueno, sí lo hizo, pero no fueron más de tres segundos. No entendía cómo avanzaron tan rápido. Estaba confuso, estresado por la repentina soledad. Al inicio creyó que era una broma, pero Ichiro jamás le haría algo así, mucho menos se iría con Ken. Tenía la cabeza hecha un lío, no conseguía deducir posibles teorías, él no era demasiado bueno para pensar... Eso era tarea de los otros dos, quienes eran inteligentes a sus maneras. ¿Pero él? No, para nada. Siempre acababa distrayéndose porque se tardaba una vida entera en idear algo.

-¡Ichirooo! -lo llamó a gritos, alzando suavemente la cabeza cada vez que lo hacía para que su voz se elevara hacia arriba y recorriera más aire. -¡Keeen! -llevaba como un minuto entero gritando, caminando sin un rumbo fijo por inconsciencia. Soltó un suspiro pesado, rasgado y desesperado, deteniéndose para quejarse con sonidos sin sentido. Estaba aturdido y no sabía qué hacer. Algo temeroso también, pero era mayor la sensación de soledad. -Puta madre... -gruñó por lo bajo. Observó hacia los lados y al frente. El sitio le sonaba. ¿No había pasado por ahí antes? ¿Cómo lo hizo, si era perfectamente consciente de que caminó en línea recta? -Joder. -pateó una piedra con hastío, la cual se estrelló contra la base de un árbol. Se hizo un poco de daño en el dedo pulgar del pie, ya que olvidó que el uniforme portaba sandalias. -Puta piedra, puto bosque, puta misión, ¡PUTO TOD-! -ahogó un jadeo y gritó con todas sus fuerzas cuando se precipitó de cara al suelo al mismo tiempo que algo lo agarró del tobillo y lo arrastró hacia atrás, haciéndolo desaparecer en menos de un segundo entre los árboles.

No hacía falta poseer un oído excepcional para ser capaz de escuchar el tremendo grito que pudo despertar a medio bosque. La habilidad que tenía para alzar el volumen era surrealista, tal y como el Pilar de la bestia. Ken se dio la vuelta de golpe al escucharlo, sudando frío, acelerando su ritmo cardíaco a tal nivel que creía que se le iban a romper las costillas con los impactos que le daba el corazón. Esa voz era de Daiki y parecía que acababa de ocurrir algo malo. Muy malo. La primera orden de su cerebro fue correr hacia la dirección en la que creyó haberlo percibido. Tensó las piernas y salió disparado a una velocidad de vertido, esquivando y saltando los troncos en pie y caídos. Jamás había hecho uso de aquella habilidad en la que apenas se le veía pasar. Era demasiado arriesgada, sus piernas solo soportaban tres o cuatro carreras cortas de este modo antes de romperse. Pero ahora eso no era lo que importaba. Debía llegar a él, costara lo que costara. Se lo había prometido al padre del chico. Aunque... si no se lo hubiera pedido, de igual manera lo estaría haciendo por él mismo. Porque quisiera o no, tenía a alguien sincero al lado, alguien que se quedaba con él a pesar de los problemas entre ambos. Porque se acostumbró demasiado rápido a su presencia y a tener su atención. No podía perder a la única persona que se mantuvo firme desde el inicio en la decisión de quedarse. No encontraría a alguien así de nuevo, y él no quería estar más solo, siendo observado constantemente por ojos reprochantes o decepcionados. Sus piernas no valían nada en comparación con aquel muchacho. Sin embargo, algo extraño estaba ocurriendo a su alrededor. Estaba pasando una y otra vez por el mismo sitio a pesar de ir en línea recta. Se detuvo de súbito, derrapando los talones. El dolor agudo comenzó a expandirse en sus extremidades inferiores, pero pronto desaparecería, solo utilizó esa habilidad una vez.

-¡JODER! -maldijo en alto, con la misma costumbre de gritar que Daiki tenía. Ya no sabía a qué dirección ir para ir a por él, perdió la orientación por completo cuando vio que estaba regresando al mismo lugar. la temperatura bajo la máscara aumentaba, sofocándole, haciéndole sudar. Profirió un potente puñetazo contra un árbol a causa de la ira y la impotencia, desollándose los nudillos en carne viva. No retiró el puño. Con él, recargó su peso con el brazo estirado y agachó la cabeza, intentando idear algo que pudiera ayudarle a recuperar la dirección en la que le escuchó chillar. Pero era imposible, no se podía saber eso a menos que le oyera de nuevo. Y realmente no quería que lo hiciera, significaría que le estaría pasando algo horroroso entre un enorme abanico de posibilidades horribles. Percibió a través del rabillo del ojo un leve movimiento. Sin confiar, se ocultó lo más rápido que pudo entre los árboles, sigiloso. Pegó la espalda a uno de estos y esperó unos segundos. Solo un rápido vistazo de apenas un parpadeo fue suficiente. Había un demonio ahí. Parecía no haberse dado cuenta de su presencia, pero lucía como si estuviera buscando algo. Tal vez a él, había dejado su olor a humano por todos lados. Ralentizó la respiración a la par que la profundizó, aspirando el mayor aire posible, permitiendo que el oxígeno alcanzara cada rincón de sus células. Posó la mano sobre la empuñadura de su espada, despacio. Preparó los músculos de sus piernas, tensándolos. Una última inhalación y casi desapareció de su escondite para encontrarse de repente a centímetros de la criatura. Su salto fue inesperado. Para él ocurría a cámara lenta, acostumbrado a ser rápido. Del mismo modo, vio como aquella cabeza se giraba lo suficiente para mirarle. No vaciló por eso. Son embargo, tuvo que cambiar la trayectoria de la hoja al notar el brazo ajeno demasiado cerca. Lo cortó desde el hombro y continuó hacia delante para tomar distancia y darse la vuelta. Antes de que pudiera moverse, aquella extremidad se convirtió en arena y regresó grano por grano a unirse al hombro, recuperando la apariencia común.

El Ascenso del Dragón: La infidelidad y la crisálida del amorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora