XXX. El más bonito del mundo

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No hubo discusión alguna a la orden, todo su ser se había hecho trizas por completo al escuchar aquellas horrorosas palabras forzadas y cargadas de tensión emocional que Zenitsu escupió. Por unos segundos, su cuerpo fue incapaz de moverse, más que generar el subir y bajar de su pecho al respirar y los mechones bicolores que mecían por las fuertes corrientes filtradas de debajo de las puertas. Sin apenas parpadear, con los ojos bien abiertos, perdidos en el dolor y el pánico, se dio la vuelta sobre sus propios pies y regresó por donde había venido, saliendo a paso pesado del cuarto, arrastrando las suelas de las sandalias. Ichiro fue a él inmediatamente, despacio, sin arrollarlo, asustado por la imagen abandonada que su amigo le estaba dando.

-Dai-... -la pronunciación de su nombre se cortó. El chico había alzado suavemente al pequeño pelirrojo hacia el de gafas, pidiendo en silencio que lo cargara en brazos. Cumplió con la petición, sin deshacerse de las horribles sensaciones que rodeaban e inundaban todo el oscuro hogar, ensombrecido por la pesadilla exterior y las de cada corazón allí.

Sin decir nada, al momento en el que Senjuro salió de cerrar las cortinas de su cuarto, él caminó sin una pizca de vida al mismo lugar. Abrió la puerta deslizante sin generar ruidos, entró y la cerró de la misma manera, desapareciendo a cualquier par de ojos que estuviera siguiéndole de forma fija. El joven adulto de iris fogosos se mantuvo observando el papel estampado, entristecido por el muchacho que acababa de encerrarse. Él nunca había visto al primogénito de Tanjiro y el Pilar de la bestia, era la primera vez. No obstante, la situación era tan extrema y desagradable que no pudo quedarse a reparar en su apariencia. Le temblaba la respiración de forma sutil, trataba de no ser demasiado evidente frente al otro adolescente y al niño pequeño. Zenitsu no tenía mejor expresión cuando abandonó el cuarto de sus dos viejos amigos, se acercó a Ichiro y posó una mano sobre su hombro, captando con ello su atención preocupada.

-Hablaré con él. -suspiró, culpable y dolido por la contestación brusca que le dio. No fue su intención decírselo de aquella manera. Le había hecho daño y estaba muy arrepentido. Sabía que podía haber dejado una herida enorme y difícil de curar al dirigirse a él así con tal horrorosa noticia. Temía que no pudiera llegar a aceptarlo. Ni siquiera él era capaz de hacerlo, pero era un adulto, un hashira, y debía tomar la justicia por su mano contra los demonios culpables. No podía permitirse venirse abajo hasta que cumpliera incluso si las cuatro pérdidas en la familia lo estaban matando por dentro. No tenía idea de quién era aquel chico del mechón blanco, pero supuso fácilmente que era un amigo. Los sonidos de sufrimiento e inquietud que escuchaba provenir de él le causaban picazón en el pecho, incómodo. El niño desprendía algo similar, más fuerte, más insoportable para su audición. E incluso el mejor de los Rengoku emitía ruidos que aumentaban más su culpa. Caminó hacia la habitación y entró de la manera menos invasiva posible. Daiki estaba echado en el futón, de espaldas al mundo, encogido. No importaba cuán silencioso estuviera siendo, el rubio podía oír sus sollozos y ver sus temblores. Se estaba reteniendo porque sabía que lloraría a gritos, y lo que menos deseaba era asustar a Ken y a Ichiro. -Daiki... -se acercó a paso lento y se arrodilló detrás de él. Tocó su brazo. -Lo siento... No medí mi tono contigo, no quería decirte eso... -no obtuvo respuesta. -No quise que lo supieras de esta manera... -el silencio se prolongaba. -Voy a... Voy a serte sincero. No sé dónde están... tus padres o mi esposa e hija. Simplemente, cuando quise darme cuenta... no estaban. Estoy tan asustado como tú, pero... ellos pueden estar en algún lugar. -notó un leve movimiento de cabeza, una duda. Suspiró. -Está bien si te has enfadado también... Me pasé... -se levantó. -He visto el cazo de arroz, volveré a calentarlo para vosotros y te dejaré tu parte apartada.

Estruendo exterior. Un ruido potente, intenso y profundo seguido de un eco repetitivo. Como si el propio cielo se estuviera cayendo a pedazos. El sonido escandaloso de un trueno amenazante. Daiki dio un bote y se apoyó sobre el codo, observando con pánico las cortinas que escondían la ventana cerrada. Los oídos del adulto parecieron reventar. Le generaron una migraña efímera y dolorosa, causándole una mueca arrugada. Él sabía que no era natural. No hubo ruidos de tormenta en ningún momento, tan solo nubes blanquecinas que avecinaban una nevada, mas no aquello. De inmediato, el llanto desesperado de un niño resonó por cada rincón. El adolescente reaccionó a la voz. Aparcando la pesadumbre y la tristeza, el intenso dolor, se levantó como alma que llevaba el diablo y corrió al llamado de desesperación y miedo. Pudo ver, zancada a zancada, cómo Ichiro agitaba a Ken suavemente en los brazos, tratando de calmarlo. Senjuro estaba ahí, hablándole al pequeño en vanos intentos por distraerle del trueno que rompió el falso silencio. El chico de la marca puso sus manos sobre los diminutos costados, y su amigo le cedió el turno, algo sorprendido y preocupado por verlo salir tan de repente. El niño pelirrojo cobrizo menguó el volumen de sus lloros en cuanto sintió el calor del joven con marca roja. Se aferró a la tela violeta y ocultó la cara en aquel pecho plano que cantaba un ritmo constante, un tambor dulce que le gustaba oír. La sensación de seguridad aumentó al momento de sentir en su pequeña cabeza la mano de quien lo cargaba, acercándolo más con gentileza. A pesar del bienestar que quería transmitir al niño, Daiki portaba un rostro inexpresivo, muerto en cualquier emoción.

El Ascenso del Dragón: La infidelidad y la crisálida del amorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora