LVIII. Crisálida del amor

239 21 24
                                    

Eiji no tuvo demasiadas dificultades para evitar ser rozado por alguno de aquellos cristales que comenzaron a crecer de golpe bajo sus pies y techo. Apenas tuvo que moverse un poco de un lado a otro para ello. Sabía que no había sido un ataque, pero se preguntaba el por qué de la advertencia, por qué un demonio le daba la oportunidad de irse, aunque no fuera a tomarla. De todas formas, se mantuvo firme ante la situación. No iba a abandonar a Daiki, así le costara la vida. El demonio lo miraba, decepcionado por el hecho de que no hubiera salido corriendo, de no haber aprovechado ese pequeño mini derrumbre para huir.

-¿Por qué te esfuerzas? Ya dije que tu amor inútil no va a cambiar nada mientras yo siga aquí, y dudo que puedas derrotarme. -quería hundirle las posibilidades, la moral. Sin embargo, aquella mirada felina y agresiva de Eiji continuaba ahí, clavándose en sus ojos duros y brillantes. -Mis cristales no permiten que las aleaciones de vuestras espadas corten por muy afiladas que sean. Y en el milagroso caso de que llegaras a conseguirlo, solo podrías hacerlos trizas a base de golpes con la hoja. ¿Sabes lo que pasaría si ese cristal se rompe por tu espada o puños? -señaló la extraña urna en la que había metido al otro muchacho. -Mi creación está adherida a su cuerpo. Si la rompes, el cristal no será lo único que se haga trozos. Ahora el chico forma parte de él y no puedes sacarlo, no hay forma de hacerlo, y tampoco de que me mates, así que te vuelvo a aconsejar que abandones.

Para su desgracia, el joven no iba a retroceder, no daría un paso atrás en su decisión. Arrastró un pie para abrir un poco más la abertura de sus piernas y anclarse con más firmeza al suelo, solidificado su posición ofensiva. En su rostro se formó una sonrisa torcida y burlesca que pocas veces solía mostrar.

-Puedes decirme todo lo que se te antoje. Puedes intentar insultarme o hundirme el ánimo. O cantarme una serenata. Sea lo que sea que sueltes por esa boca no va a hacer que abandone. Si no puedo derrotarte, al menos moriré habiéndolo intentado.

-¿Tienes alguna deuda que saldar con el chico, acaso?

-Ni una sola. Pero no es necesario que exista una o que me diga nada para que yo lo dé todo de mí por él. Hasta la más mínima tontería o pequeño detalle tiene importancia cuando quieres a alguien, aunque dudo que entiendas cómo funciona ese sentimiento.

-No necesito entender una debilidad. -sin embargo, de cierta forma, su voz había sonado ligeramente ronca, con una tenue alteración. -No vale la pena matarte, simplemente no puedes sacarle. Pero ya que tanto insistes en matarme... -extendió suavemente los brazos hacia los datos, tomando una posición ofrecida e indefensa ante cualquier ataque. -Adelante, inténtalo.

Era demasiado evidente. Su actitud tan obvia hizo saber fácilmente a Eiji que no iba a hacerle ni un solo rasguño, en el peor de los casos. Y en el mejor... un pequeño arañazo. Atacar así no era una opción. ¿Qué podía hacer él contra un demonio hecho de cristales tan duros como el diamante? Oh, sí que había una alternativa. Cruzó su cabeza como si de un destello se tratase. Era arriesgado, tal vez suicida. Pero era un cazador de demonios, para eso estaba entrenado, además del hecho de que no dudaría en dar su vida a cambio de la de Daiki. Nadie a parte de los antiguos Pilares y Kamado había logrado tal hazaña. Por suerte, Sanemi se encargó de enseñarle hasta el más mínimo detalle, por lo que conocía la teoría. La práctica era lo complejo. En su misma posición, ralentizó su respiración. Su circulación comenzó a acelerarse y su sangre burbubeaba en el interior, dilatando todo su sistema circulatorio. Enfocó la atención de su cerebro en sus manos a pesar de mantener los ojos sobre el demonio, en el fuerte agarre que mantenía sobre el mango de la katana. No era suficiente. Necesitaba más presión. Más fuerza. Estranguló todavía más la empuñadura, como si deseara convertirla en arena. Necesitaba más. Solo un poco más. Por unos momentos, sus pupilas se desviaron al ataud cristalino. Verle ahí, atrapado, amenazado por la situación, fue el impulso perfecto para encender una pequeña parte de su ira por lo que el demonio le había hecho. Su cuerpo se sentía arder, sudaba, y los huesos de sus manos estaban al límite. Sin esperar más, se abalanzó con un rugido, de frente, siendo consciente de que con un inicio tan descuidado por su parte, el demonio se sentiria confiado como para dejarse golpear. Tal y como predijo, no hubo ningún tipo de esquive o defensa más que esa molesta piel azul. El impacto del metal contra la dura superficie resonó e hizo eco por toda aquella caverna de luces cristalinas. Aun no poseyendo unas pupilas para profundizar su expresión, los ojos del demonio estaban lo suficientemente abiertos como para demostrar la confusión. Ladeó la cabeza apenas unos centímetros hacia un lado. Aquel filo logró penetrar su piel de cristal. Ni siquiera fue un centímetro, sino menos. Pero lo hizo. Esa grieta de menos de un centímetro estaba ahí, ensuciando su cuello brilloso. Podía pasar el dedo por encima y no sentirla, pero existía. Aun así, no sabía de qué debía estar más preocupado, si de aquella casi inexistente lesión o del filo carmesí de aquella hoja que anteriormente era de otros colores. Él no tenía información alguna sobre que las katanas de los cazadores podían cambiar de color.

El Ascenso del Dragón: La infidelidad y la crisálida del amorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora