LIX. El enemigo en casa

180 21 43
                                    

¿Para qué? ¿Por qué? Eran las dos únicas preguntas que ahora volaban por encima de su cabeza, que resonaban en sus oídos, impidiendo que escuchara cualquier otro sonido, exterior o interior. Estaba aislado, su entorno era confuso sin aquel sentido. ¿Por qué su hermano lo odiaba? No lograba a comprenderlo. Él no hizo nada más que nacer, eso no era un motivo real, no podía serlo. Pero sí los celos. Esos celos que llegaban a enloquecer hasta a la persona más pura. Celos que mataban. Celos nacidos de una rivalidad que jamás existió, de un enfrentamiento diario que Keiichi creo en su propia mente desesperada por sobresaltar. Insatisfecho con ser un igual al lado de Ken, anhelando la superioridad por haber nacido años antes. No soportaba que su nivel fuera el mismo con aquella diferencia de edad de cinco años. No era algo complicado de adivinar. No para quien hubiera estado ahí. Sin embargo, Ken jamás lo notó. Nunca supo de aquellos sentimientos ocultos, de ese rechazo. Dolía. Dolía tanto como aquel día. Y ahí era donde se formulaba la segunda pregunta. ¿Para qué? ¿Para qué levantarse? ¿Para qué pelear? ¿Para qué llevarle la contraria en algo que se trataba de sentimientos, mas no de verdades? De alguna manera, su existencia dañó el bienestar de Keiichi. No, más bien, su talento. Pero el más mayor lo reflejaba a lo grande, incapaz de distinguir la raíz de aquello. No quería luchar. No podía alzarse en contra de su hermano. No sabía cómo iba a acabar aquello, pero admitió su derrota incluso antes de comenzar.

-¡Ken!

Fue esa voz. Aquella voz medio aguda que bien conocía fue el único sonido que penetró sus oídos atascados de palabras y preguntas sin razón. El motivo por el que estaba ahí en aquel momento. Levantó la cabeza unos centímetros y enfocó su vista. Estaba ahí. Le veía correr, acercarse. No podía permitirlo. No iba a dejar que se entrometiera, que terminara en pésimas condiciones por su culpa. Tenía que enmendar los errores anteriores de no ser capaz de mantenerle a salvo. Lo prometió. Hizo uso de un esfuerzo significativo para tomar aire sin quejarse del dolor.

-¡Quieto! -su leve grito ronco y forzoso hizo arder sus cuerdas vocales.

Para suerte de Ken, Daiki detuvo por completo sus zancadas, quedándose plantado en el sitio, aturdido, asustado. Fue en aquel momento en el que su mirada esmeralda se clavó en el tercer individuo presente. Y de la misma manera, este encajó la suya sobre él. Por unos momentos no supo qué estaba pasando, quién era. Necesitó del uso de un par de segundos para encontrar el sentido a todo aquello. Nada más que un vistazo a aquel cabello cobrizo, su especial mechón rubio e iris turquesa. Recordaba haber escuchado de la boca de Ken que el cuerpo de su hermano jamás fue encontrado después de la masacre. Nunca había tomado en cuenta esa probabilidad de que hubiera sido él. Pero ahora no le parecía algo descabellado. No sería la primera persona en aquel mundo de humanos egoístas y prepotentes en tomar esa decisión horrorosa. Viviendo en un mundo donde los demonios existían, no era una sorpresa encontrar casos así. Desde su punto de vista era fácil entenderlo ya que no había vivido una traición como aquella de un familiar o alguien amado. Daiki casi se sintió insultado cuando Keiichi hizo caso omiso de su presencia y volvió a observar al otro con una sonrisa torcida, desfigurada.

-Mira, tu novia ha venido a salvarte el pellejo. ¿Se puede ser más patético? Tener que ser rescatado por una chica... Das lástima.

Daiki pudo haberse tomado aquello de forma personal, pero no lo hizo. Los años de confusión entre las personas que le veían y fallaban en tratar su género le acostumbraron a dichas situaciones, le ayudaron poco a poco a gestionar su ira explosiva. Una mirada afilada fue lo único que le envió para después prestarle atención a quien sí la merecía.

-¡No le hagas caso, no eres nada de eso! -gritó, enrabietado por los insultos. Aquellos ojos mártires lo estaban matando. No era la primera vez que le veía tan derrotado, tan decaído y roto. No le gustaba. Odiaba observar esa actitud en él. -¡No puedes dejar que haga lo que quiera contigo! -y el hecho de que Ken respondiera agachando la cabeza no estaba ayudando. No quería dejarlo así.

El Ascenso del Dragón: La infidelidad y la crisálida del amorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora