LIV. Tesoro inalcanzable

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Fue inevitable. Cada uno aportó su grano de arena, incluso sin quererlo, para que aquello terminara ocurriendo. Todos eran culpables, en mayor o menor medida, a excepción de Ichiro, quién jamás puso en duda frente a Daiki su relación, su confianza. No lo juzgó y no se enfrentó a él, algo que Ken fue incapaz de realizar. Pudo haberlo ocultado, pudo haber mantenido en secreto lo que intentó hacer, pero él necesitó confesarlo. Mentir o fingir que nada había pasado era como burlarse de su amigo de ojos esmeralda, burlarse de una manera dañina que no le deseaba. Tanjiro e Inosuke aportaron al destino desde el primer momento en el que decidieron cerrar la boca y no contarle el por qué él era así, por qué tenía aquellas uñas, por qué escupía fuego. Habría podido lidiar con ello si lo hubiera sabido desde antes. Lo habría asimilado mejor. Sin embargo, las cosas se dieron así. Ichiro apenas abría los ojos y ya sentía un vacío en la piel. Algo faltaba en esa habitación. Se frotó los ojos y se sentó. Alcanzó las gafas y se las colocó. Lo buscó con la mirada, mas no lo encontró. No se alteró. Bostezó e imaginó lo normal, lo más común; que Daiki había ido al baño o a pedir comida. Se levantó de la cama y estiró su cuerpo, observando a Ken dormir. Ojalá se viera así de tranquilo y accesible cuando estaba despierto, pero era mucho pedir. A pesar de la tranquilidad... algo no estaba bien en ese cuarto. Ligeramente mosqueado, inspeccionó con la vista hasta que lo vio. La silla del escritorio estaba descolocada y ocupaba parte del espacio que debía estar libre. Eso era. Suspiró por la nariz, caminó hacia ella y la colocó de nuevo en su lugar, bajo la mesa. No tan grata fue su sorpresa cuando, al darse la vuelta, visualizó la nota sobre la mesita de la cama de su compañero ausente. Frunció el ceño de forma muy débil. No supo determinar por qué, pero una bola de angustia se acumuló en su garganta. Con inquietud, se acercó hasta allí, tomó el papel entre sus manos y comenzó a leer.

Cuanto más avanzaba, más pálido se ponía. Sus ojos se abrían, se humedecían, sus dedos y piernas temblaban como el trigo golpeado por una brisa fría, su respiración se ahogaba en sí misma y su cabeza no podía pensar en otra cosa que en lo que estaba leyendo. No era posible, tenía que ser una mala broma. No pudo haberse ido así, era demasiado cruel. Pero su piel no lo percibía, ni dentro, ni fuera de la habitación. Incluso habiendo terminado, se quedó en el sitio, bloqueado, tratando de agudizar su cuerpo, de sentir las vibraciones mucho más allá. Nada, no le sentía. Fue en ese momento cuando el terror y el dolor del abandono se apoderaron de él. Aun con la hoja en la mano, rodeó corriendo la cama de Daiki y fue a la de Ken. Lo agarró con ambas manos del hombro y lo sacudió con tanta violencia que lo hizo gritar y sentarse de golpe, tocándose el pecho por el susto.

-¡Ken, se ha ido! -chilló, incapaz de seguir reteniendo las lágrimas.

-¡¿Qué hablas, cuatro ojos?! ¡Loco de mierda, casi me matas! -no tardó en cabrearse y arremeter contra él, sin entender su comportamiento.

-¡Daiki se ha ido!

-¡¿Y a mí que me cuentas?! ¡Se habrá ido a mear o qué se yo! -estuvo a punto de volver a tumbarse, pero el otro tomó las cobijas y las hizo volar lejos. -¡Oye! ¡¿Qué mier-?! -no pudo continuar, el del mechón blanco le estrelló la nota en la cara.

-¡Léelo si te da la gana, pero yo voy a ir a preguntar por él! -alguien debió de haberle visto marcharse, estaba casi seguro. Dejó al herrero con la nota arrugada y buscó su ropa lo más rápido que pudo.

Al inicio creyó que era una broma, tal y como el otro pensó, pero el proceso de lectura fue igual que con el de lentes doradas. Su piel se tornó tan blanca como el propio papel. Sus ojos no se humedecieron, mas ese brillo que había estado evolucionando con esfuerzo y cariño se apagó. Sus extremidades no temblaron, pero su corazón sí. No quería aceptarlo. No estaba dispuesto a ello. ¿En qué estaba pensando ese idiota? ¿Cómo se atrevía a irse así? Diría que no, que jamás le perdonaría lo que acababa de hacer. Sería mentir, por lo que su determinación se rompería. Era su culpa, eso pensaba. Él lo asustó, y creía que no era para menos. ¿Quién no estaría aterrado al saber que un íntimo amigo trató de matarlo mientras dormía? Sí, debía de ser eso... Él hizo que Daiki le temiera y quisiera huir, era lo que su cabeza le decía. Presionó la mandíbula y se llevó la mano a la sien derecha, presionando y cerrando los ojos tras terminar de leer. Definitivamente, consideraba que el único causante de su abandono era él. Se llamó imbécil en el interior de su mente tantas veces como le fue posible. No podía respirar con normalidad, su tráquea estaba cerrada, bloqueada por la agonía que le estrujaba el alma. El alma que el propio chico de cabello bicolor sanaba cada día. Y ahora no estaba. Se había ido. Le faltaba un trozo de sí mismo. No, peor aún, le faltaba su vida, porque era consciente de que él era el motivo por el que su corazón todavía latía, por el que su cuerpo funcionaba. Porque era su razón para seguir en aquella mierda de mundo. No necesitaba más para tomar una decisión. Aun con su existencia rota por lo que había hecho, se levantó y se vistió tan rápido que terminó al mismo tiempo que Ichiro. No conocía sus planes, pero él no iba a detenerse hasta encontrarle, ya fuera vivo o muerto, con o sin pistas. Si tenía que recorrer todo Japón más de una vez, que así fuera. Si tenían que transcurrir años para conseguir dar con él, que así fuera.

El Ascenso del Dragón: La infidelidad y la crisálida del amorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora