XLIII. Él y ella

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No era que estuviera pesado o algo parecido, solo quería asegurarse de que estaban en buenas condiciones. Gran parte de la noche, durante la cena asada en aquella fogata, Ichiro había insistido mucho en preguntar si realmente se encontraban bien después de haber sido sometidos a tanta presión por parte de su padre biológico y su fuego. En quien más se centraba al hacerlo era en Daiki, quien fue el que más aplastado estuvo siendo, quien debió mantener en pie aquella barrera para no terminar carbonizados. Ken se irritaba cada vez que le oía volver a sacar el tema, y el de ojos esmeralda continuaba contestando que todo estaba en su lugar, que solo necesitaba descansar. Y aunque el herrero no lo dijera, también le hacía falta lo mismo. Aun así, ambos tuvieron la sensación de que el del mechón blanco trataba de distraerse y por eso quería centrarse en ellos más de lo normal. Incluso Daiki se dio cuenta de eso. Era evidente que estaba pensando en su madre, dónde se encontraría, cómo estaría, que hacía. Era imposible para él tener un minuto de calma mental, pero tenía que intentarlo. Pensar tanto en algo que todavía no tenía respuesta era contraproducente y agotador, el propio Ichiro lo sabía e intentaba por todos los medios ocupar su cabeza en otros temas. Por suerte, solo necesitó unas palabras por parte del chico de pelo largo para encontrarse a gusto de nuevo. Le recordó que todo estaba en manos de Gyomei. Ese hombre jamás fallaría al joven azabache. Nunca. Fue más que suficiente para confiar plenamente y ser capaz de recuperar la paz. De todas formas, aquella noche fue una de las peores para él. Incluso si consiguió descansar y dormir, entre sueños no dejaba de revivir situaciones relacionadas con su madre, momentos en los que la buscaba y no la encontraba, o la tenía delante y se le escapaba de las manos porque él no podía moverse. Veces en las que corría tras ella pero los pies le pesaban cual plomo y terminaba por perderla de vista. Daiki estuvo pendiente de él toda la noche, durmió lo más cerca posible, le dio todo el calor del que disponía. Solo de esa manera parecía que la intensidad de aquello sueños menguaba. Ichiro pudo notar al amanecer ese apoyo, desvaneciendo la sensación de vacío, de angustia por el olvido de un rostro que no atinó a ver por completo. Su cuerpo se notaba ligero y su cabeza menos enredada. Sabía que se debía a la cercanía de su amigo y el apoyo silencioso que le dio. Muchas veces se preguntaba qué haría si no le tuviera a su lado, si no escuchara su voz neutra, si no pudiera deleitarse con aquellos ojos sacados de un libro de fantasía, sin su adictiva sonrisa. Tal vez estaría hundido, deprimido, sin ser consciente siquiera de que su madre podía estar viva en alguna parte, viajando solo en sus misiones. Y quizás, también siendo parte de los jóvenes raptados. Para él no cabía ningún tipo de duda de que Daiki era su camino y destino.

No fue hasta la segunda noche que las cosas comenzaron a tornarse preocupantes, más bien extrañas, y no por parte del de gafas. Las bajas temperaturas no eran tan fuertes como en pleno corazón del invierno, pero todavía era necesario para el de ojos esmeralda disponer de un compañero con quien acumular calor. La primera opción para aquello siempre era Ichiro, dada la incomodidad que Ken sentía con aquel tipo de cercanías similares a abrazos y cosas así. Aunque si era realmente necesario, cedía. Aquel no era el caso. Daiki le daba la espalda al azabache, como en muchos otros momentos al dormir. Para él debía ser el paraíso debido a los grados de fuera de aquel refugio, pero no lo era. No podía siquiera dejar de removerse en su posición. Por muy sorprendente que fuera, tenía calor. Mucho calor y una sensación desesperante y muy incómoda que le asfixiaba. Su cuerpo le obligaba a suspirar de desazón, tan molesto que chasqueaba la lengua sin querer. Creía que empezaría a sudar, que estaba volviendo a enfermarse y a tener fiebre. Se maldijo a sí mismo por tener un sistema inmune tan débil e inútil. No obstante, había cierta sensación que le incitaba a retorcerse y buscar contacto. Era imposible, ya tenía la espalda pegada al torso de su amigo, no podía hacer más. En un intento desesperado por obtener comodidad, buscó el brazo de Ichiro para ponérselo a sí mismo en el costado, queriendo sentir el gusto de un abrazo relajante. De nada sirvió. Lo peor era que notaba extrañas presiones en el bajo vientre y palpitaciones profundas. Era una mezcla de sensaciones que no le agradaban, le hacían sentir angustiado a la par que desesperado por un deseo inconsciente. Fue en ese momento, cuando apretó la mano del de lentes contra sí, que hubo una leve satisfacción. Frunció el ceño y los párpados cerrados. No le soltó en ningún momento. Cambió el brazo de posición, un poco más sobre sus costillas, siempre sobre el uniforme de cazador. Aunque pareciera una estupidez, esos simples movimientos le aliviaban. Pero al mismo tiempo le hacían querer más. Supuso que era normal, ya que era algo que le estaba haciendo sentirse a gusto. Bajó un poco la mano ajena hasta el lugar anterior. Sus músculos se destensaban, su ceño se relajaba. Su respiración se tornaba lenta y más profunda. El calor no bajaba, pero la angustia comenzaba a desaparecer. Se quedó de esa manera hasta que la incomodidad regresó. Y nada más volver a deslizar la mano de Ichiro, regresó la calma, se repitió el mismo patrón. Se dio cuenta de que eran los roces continuos lo que le aliviaba, los suaves masajes. Para él tenía sentido, ¿qué masaje no era placentero y sano? Solo esperaba que estuviera lo suficientemente dormido, tampoco deseaba despertarle por aquella molestia. Comenzó a manejarle para que su palma le frotara con suavidad por encima de las costillas y el costado medio. Supuso bien, era agradable y disipaba mucho el malestar. Sin embargo, a medida que existía el movimiento su exigencia incrementaba. Hundió la mitad del rostro sobre el haori doblado de color salmón que usaban como almohada y lo calentó al respirar en él. Guio la mano de Ichiro por la cintura hasta la cadera y la hizo subir por el mismo camino, regresando a las costillas. Repitió el proceso varias veces, despacio, delicado. Los latidos internos se volvían fuertes y su sangre corría acelerada, pero no volvió a sentirse incómodo. Su mente se estaba nublando con cada minuto sumado, continuaba moviéndole por instinto mientras su cabeza se desprendía, cortando los cables uno a uno. Lo adjudicó al sueño. Por un momento quiso alejarse un poco, el calor comenzaba a ser sofocante, pero no lo hizo. Por alguna razón, necesitaba sentirle pegado a él. En cambio, con la otra mano, intentó darse un poco de libertad y frescor al abrirse la camisa del uniforme, desde el primer botón superior hasta el último inferior. Funcionó, y como el abrigo y las cobijas les cubrían, no era ese frío helador del invierno lo que le rozaba la piel del torso, sino algo más suave. No supo por qué, y tampoco tenía la capacidad necesaria para pensarlo, pero adelantó un poco más la mano de Ichiro hasta posarla sobre su propio pecho descubierto. Ahogó un suspiro contra el haori doblado e hizo lo mismo que antes, guiando las caricias desde la zona superior hasta el vientre, de arriba a abajo. Las sensaciones se le acumulaban en el mismo, le causaban calambres en las entrañas y la leve somnolencia sumada a la nube en la que estaba subido no le hacían consciente de sus alrededores. Tampoco el hecho de notar la respiración del otro en la nuca, provocándole descargas a través de toda la columna. Un detalle con el que no había contado era que su amigo desde siempre solía aferrarse a algo muy a menudo si lo tenía al alcance. Desde que viajaban juntos había adquirido la manía de agarrarse a él. Ichiro se acomodó de esa manera natural que él tenía. Su mano dejó de someterse al control ajeno. Al mismo tiempo que él se apretó contra el de pelo largo, la movió para agarrarse y acurrucarse. Daiki suspiró con fuerza por la presión contra su espalda, y sobre todo, por la mano que inconscientemente le apretaba el pectoral completo. Apenas le había dado tiempo tampoco a retirar su propia mano de sobre la otra. Trató de liberarse un poco, pero no funcionó. Lo único que podía hacer era retorcerse lo más lento posible para no despertarlo. Darse la vuelta también era tarea imposible, estaba atrapado ahí. Sus movimientos iniciaron como intentos de salir un poco de aquella cárcel y acabaron por tornarse cada vez menos interesados por la libertad y más por obtener aquellos calambres en el estómago que no eran del todo desagradables. No era consciente de lo que hacía, no pensaba. Su cerebro estaba saturado de sensaciones demasiado fuertes y nuevas con las que no sabía lidiar. Ni siquiera cuando comenzó a notar una dureza detrás de sí se detuvo porque oía y sentía que Ichiro estaba profundamente dormido. Sabía lo que estaba causando en el cuerpo ajeno por culpa de los roces y al mismo tiempo se comportaba como un ignorante sobre ello.

El Ascenso del Dragón: La infidelidad y la crisálida del amorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora