XXXVII. Etō, guardián de las glicinias.

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Ichiro no tardó en percibirlo. Las vibraciones habían cambiado. Miró la dirección en la que Daiki se fue y se levantó de golpe, creando un conflicto interno en Ken, quien le observó confuso, ocultando bajo el pulso disparado la desazón. No hubo ni una palabra más, tan solo el silencio de un ambiente frío, el silbar del aire y el baile de las hojas de árboles perenne. Su piel no le engañaba. La presencia de su amigo estuvo sosegada hasta ahora, que se había tornado un revoltijo de caos. Y no estaba solo. Alguien apareció de repente, y por lo que sentía, acababa de atacar. Las dos presencias se notaban irregulares, delatando un conflicto. Vibraciones violentas, desagradables.

-Hey, rat-...

-Daiki está en problemas.

No tenía ni la más remota idea de quién era esa persona, el por qué estaba tan cabreada con él como para amenazarle de aquella manera. Estaba demasiado cerca mientras lo estrujaba cada vez más contra él árbol, tan cerca que no podía ver más allá de sus furiosos ojos miel y algunos mechones verdosos que entorpecían a las cejas fruncidas. Le costaba respirar, le estaba presionando con el antebrazo casi en el cuello. Menos de 10 cm había de distancia para ahogarlo de verdad. Mentiría si dijera que no estaba asustado, en sus esmeraldas totalmente abiertas se veía la confusión y el pánico. Quería llorar porque no era un demonio quien estaba haciendo aquello, no podía atacar a una persona. Su deber como cazador era proteger a la gente, y por nada del mundo dañarla. Era una norma. Aunque, ¿cómo haría si alguien le atacaba a él? Rayos, él tenía el orgullo a buena altura. Aunque lo deseara, no lloraría más por algo así, y tampoco se quedaría inmóvil. Tenía que defenderse de alguna manera, la que fuera. Sin embargo, tomó la decisión algo tarde. Para cuando se quiso dar cuenta, el filo del arma que aún no reconocía se le acercó por la izquierda demasiado rápido. Intentó inclinar la cabeza hacia la derecha para evitarlo. No lo hizo a tiempo. Lo único que se escuchó fue su propio grito corto y el eco resonante que se alzó en el aire hasta morir en el vacío. Había cerrado los ojos con fuerza al ladear la cabeza. Solo el derecho se abrió de nuevo. Tras un segundo, sin tiempo a reponerse de la situación, el brazo que lo aprisionaba se retiró, recibió un rodillazo en el vientre que le hizo doblarse, seguido de un codazo en la unión derecha del cuello y el hombro. Cayó en la dirección a la que fue empujado, desplomado de dolor sobre la nieve que comenzaba a acumularse, manchándola de rojo. Inmediatamente se apretó el estómago, encogiéndose, y se tapó el cerrado ojo izquierdo del que emanaba la corriente carmesí.

-Eres patético. -escupió con desprecio. -Sigo preguntándome por qué te dejaron entrar al Cuerpo de exterminio si no sabes ni defenderte. -Daiki lo miró con el único ojo libre al levantar un poco la cabeza, con la expresión arrugada y la mandíbula presionada, mostrando los dientes tal como lo haría un animal. Lo reconoció entonces. Era ese chico irritante que le insultó en plena Selección Final, el mismo que intentó convencer a Ichiro de que le abandonara a los demonios porque no servía para pelear. La primera persona en recibir un cabezazo suyo.

-¡¿Cuál es tu puto problema conmigo?! -gritó entre rabioso, dolorido y asustado. No entendía por qué aquel tipo le trataba de esa manera. Desde el primer momento lo hizo, sin haberle dicho o hecho nada. No comprendía el por qué tanto odio hacia él. Desde el primer encuentro buscó que muriera. ¿Por qué? ¡Ni siquiera lo conocía!

-¡Tú eres mi problema!

Daiki pudo evitar por los pelos una potente patada dirigida a su pecho. Tuvo que destaparse el ojo, pero aún lo mantenía cerrado, ensangrentado. Ahora se daba cuenta de que había usado la katana para dejarlo ciego, o al menos, el intento de ello. Se levantó con prisa y desenvainó su espada. Tal y como sus amigos dijeron, perdió unos preciados segundos al sacarla de la forma incorrecta. El filo rival le alcanzó en diagonal al tenerlo con la defensa baja por tratar de hacer un movimiento. La hoja afilada pasó desde el rostro hasta el torso para terminar en la mano que sujetaba el arma. Los cortes en sus dedos y la poca fuerza que le dio tiempo a poner para agarrar el mango le obligaron a a soltarla. El final del trayecto de la otra espada golpeó la suya y la envió unos metros más allá. Desarmado, con un corte superficial y diagonal que abarcaba el puente de su nariz y la mejilla derecha, el abrigo con un corte descosido pero no abierto y los dedos con el mismo tipo de herida que la cara, no le quedaba más que ponerlo todo en su habilidad de esquive.

El Ascenso del Dragón: La infidelidad y la crisálida del amorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora