XXV. El coste del conocimiento

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Que se callara, solo quería que se callara. Que aquella cabeza, aún viva, dejara de mirarlos, dejara de chillar con aquel aterrador sonido agudo, rasgado y lúgubre. Deseaba que se desvaneciera ya en cenizas, poder dejar de llorar en el más puro silencio por el pánico a provocar peores reacciones en aquella criatura de pesadilla. Incluso no viéndola, presionando la zona de los ojos contra el hombro de Ken, todavía tenía la imagen de ese rostro horripilante que ambos vieron. Por mucho que su amigo lo estuviera apretando contra sí, imitando la idea de esconder la visa en su hombro más pequeño, ninguno era capaz de sacarse de la mente esas cuencas muertas y fauces afiladas, deformes y salivantes. Mientras ellos continuaban fuera de su alcance bajo aquel armario, Ichiro no sabía qué más hacer, se estaba bloqueando. No se desvanecía. La cabeza no se iba. Debió suponer que no funcionaría, esa cosa no era realmente un demonio, pero tampoco humana. ¿Cómo iba a derrotarla? Si cortarle la cabeza fue inútil... ¿qué podría acabar con él?... Nada. Había separado el cerebro del cuerpo, no recibía oxígeno en él y todavía seguía vivo. Ichiro dio un puñetazo al cuerpo y lo envió lejos. La potencia lo convirtió en un proyectil que se estrelló contra una de las paredes. Posteriormente, pateó la cabeza al lado contrario y se arrodilló lo más rápido que pudo para asomarse bajo el mueble. Metió el brazo.

-¡Vamos! -tenían que aprovechar ahora que el monstruo estaba más lejos y en dos trozos. Ken observó de reojo la mano de su amigo y no tardó en agarrarla con fuerza. El de gafas tiró sin mucho esfuerzo y los arrastró bastante rápido hacia fuera. Tomó por los hombros a Daiki y lo sentó, todavía sobre el pelirrojo y con las manos en la cara. -Cálmate, no es tan bueno atacando. Simplemente es feo, respira. -el pobre chico estaba al borde del ataque de pánico, con una respiración irregular y violentos temblores. Fue abrazado por el del mechón blanco a la par que lo quitaba de encima del otro chico para permitirle a este levantarse.

-¿Cómo mierda se mata a una cosa así? -el herrero no tenía idea de cómo derrotarlo. Su cabeza no era el punto débil, por lo que dudaba que alguno de sus órganos lo fuera. Se puso entre los dos chicos y el monstruo humanoide que aún se mantenía lejos, buscando su cabeza.

-No lo sé, tendremos que probar por todo su cuerpo. No es difícil, se mueve sin un plan y por instinto, dudo que tenga inteligencia básica...

-Eso mejora las cosas. -esbozó una sonrisa torcida y se lanzó a la lucha. Blandió la espada con destreza, cortando una y otra vez aquella piel blanquecina. No sangraba. En su lugar poseía una extraña sustancia negruzca, viscosa. Su expresión se arrugó, asqueada. No detenía la serie de ataques, rajaba y atravesaba cada parte, cada centímetro. La cabeza chillaba, le reventaba los oídos, pero significaba que lo estaba haciendo bien. O eso creía, ya que aquella maldita cosa sin cuello seguía en pie a pesar de tambalearse o haberse caído en algún momento.

Los otros dos sabían que Ken no necesitaba ayuda, no había manera de que aquella criatura se defendiera. El único problema era que no caía. Ichiro comenzó a sospechar, frunciendo el ceño, sin soltar a su amigo que se atrevía a mirar por el rabillo del ojo, todavía afectado por el susto anterior.

-No es un demonio, pero... Estoy seguro de que alguna vez fue humano también... los monstruos simplemente no existen así como así... -comenzó a observar con atención los alrededores. No se dieron cuenta hasta ese momento, pero habían caído dentro de una especie de habitación con más seguridad que los cuartos normales de hospital, como si hubiera sido preparada para retener al paciente destinado a ella. La puerta que había tras ellos era de puro metal, con una rendija deslizante a la altura de los ojos. ¿Podría ser aquel sótano el lugar donde trataban a los locos? No, no se necesitaba tanta seguridad para un humano normal, a pesar de estar desquiciado. Algo estuvo pasando en aquel hospital. Paseando su vista amarilla, veía trozos de ropa verdosa hecha jirones. Pudo leer desde allí una etiqueta en una de las rasgaduras. 1007. Debía ser el número de quien residía en aquella habitación. Su ceño se arrugó todavía más. Abrió los párpados de sobremanera y prestó atención a la pelea desigualada. -¡Ken, mira sus extremidades!

El Ascenso del Dragón: La infidelidad y la crisálida del amorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora