XXXIV. De cazador de demonios a asesino

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Habían tenido suerte, demasiada suerte. O al menos, eso se suponía que era. Que Daiki echara a Ichiro fue un error, ya no solo porque el pobre muchacho no tuvo culpa de nada, sino porque no podían luchar a ese nivel sin él. Era un poco difícil admitirlo, pero el de gafas estaba por encima de ellos en todos los aspectos principales que requería una lucha; concentración, estrategia, fuerza, defensa, resistencia, ataque... Enfrentarse a demonios de esa categoría pudo haberlos matado a ambos si el tercer chico no hubiera llegado a tiempo para encararlos y permitir que Daiki hiciera arder todo como último recurso. Ken no lo aceptaría nunca, pero era la realidad. Y como dicha realidad indicaba, el joven de pelo azabache cargó con ambos, llevando al herrero en su espalda y al otro en los brazos al ser más ligero. Las provisiones se perdieron en el derrumbe, incluidos los sacos de dormir. Todo. Debía darse prisa en llegar a la primera casa de glicinias, ya no solo por refugio. Sus dos amigos estaban hechos polvo. El pelirrojo tenía un tremendo golpe en la cabeza del que costó minutos detener la hemorragia. Si bien no volvió a desmayarse, tampoco era consciente de todo. Apenas podía abrir los ojos sin hacer un esfuerzo, mucho menos contestar a algo con palabras o moverse, mantenerse en pie. Daiki no era diferente, mas no por un golpe en la cabeza, era por el agotamiento posterior a todo lo ocurrido. Su herida en el costado debía ser tratada lo antes posible, una infección sería fatal para él. Y lo peor de todo, los tres estaban empapados, chorreando agua por todas partes, de noche, en pleno invierno. Si no les agarraba una hipotermia era por puro capricho del universo. Ichiro no podía permitir eso, no quería. Algo así podía tener la posibilidad de matar a una persona normal, y la probabilidad con el joven de la marca roja era muy alta. Estaba aterrado. Corrió lo más rápido que pudo, todo lo que sus piernas le permitieron. El peso de ambos no era un obstáculo, su ansiedad sí. Rezaba mientras atravesaba el resto de bosque, suplicaba que todo saliera bien, que si alguien debía ser castigado por dios era él por abandonarles, por romper la promesa que le hizo a Daiki hacía tiempo. Imaginarse una vida sin él era una pesadilla. Tendría a Ken, por supuesto. Lo apreciaba, eso no se podía dudar, era su amigo. Pero no era lo mismo, era una persona compleja de tratar y por cualquier cosa podía peligrar la relación por lo temperamental que era. Volvería a sentirse solo, sin un compañero de vida que pusiera una sonrisa en su rostro cada día, que le dijera cosas lindas, que le abrazara y le besara las mejillas como niños pequeños a lo que nada les importaba. Le necesitaba para ser feliz.

Su adorado dios pareció ofrecerle la salvación por una vez. Encontró a los veinte minutos el caserón que estuvo buscando.

-¡AYUDA, POR FAVOR, QUE ALGUIEN ME AYUDE! -chilló antes de siquiera llegar para ganar tiempo, y por desesperación. Una mujer mayor, mas no anciana, abrió las puertas de la entrada, aturdida por el griterío. Nada más ver al chico correr hacia ella y notar sus uniformes comenzó a abrir la segunda entrada, la de la casa, para que no tuviera que detenerse. Ichiro entró por ambas como una bala, sin dudar, y la mujer cerró lo más rápido posible para seguirlo.

Ella había notado lo mojados que estaban, era consciente de que aquello en una fría noche de invierno podía provocar una tragedia, por lo que no tardo en llamar a un doctor mientras los chicos se asentaban en una habitación. Se encargó de tomar sus ropas húmedas y ofrecerles yukatas cómodos y cálidos, colocar tres futones y ofrecerles té caliente para que no durmieran con el estómago vacío. Al ser tan tarde el doctor tardó en acudir. Ichiro solo esperaba, impaciente, fuera se la habitación, dando vueltas por el pasillo a que el hombre terminara de inspeccionar a sus amigos. Tenía la bilis cerca de la garganta por la angustia. A él ya le había mirado y le dijo que era posible que despertara resfriado. Fueron cerca de 10 minutos lo que el médico tardó en salir. Ken tenía una fuerte contusión y no estaría muy activo durante unas cuántas horas, tal vez un día. Daiki tuvo suerte de que llegaron a tiempo para desinfectar su herida y cubrirla con una gasa grande que luego fue rodeada por vendajes, al igual que la cabeza del herrero. Por otro lado, ellos también estaban en riesgo de estar resfriados por la mañana. Sin embargo, advirtió que se fijaran atentamente en el chico de la marca roja, ya que sospechaba que él ya estaba resfriado y podría convertirse en gripe rápidamente.

El Ascenso del Dragón: La infidelidad y la crisálida del amorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora