LVII. Traición por sangre

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-Ken, cariño, ¿dónde está tu hermano?

-No sé.

-Humm... -aquella hermosa mujer de cabellos platinos, recogidos en un moño bajo, y dos bellas turquesas no se veía muy animada. Su rostro angelical derrochaba intensa preocupación, inquietud, mientras miraba a su pequeño hijo de 7 años sentado en el suelo, jugando a construir cosas con piezas de madera. Se cruzó de brazos y torció los sus rosados labios. -¿No recuerdas a dónde fue? -y era que, su hijo mayor llevaba más de ocho horas sin aparecer por casa. Sabía que estaba en una etapa compleja, rebelde, pero jamás llegó a imaginar que llegaría a pasar tanto tiempo fuera. La aldea de los herreros era un lugar bastante seguro, y a pesar de ello, ella tenía miedo como cualquier otra madre.

-No. Nii-chan no dijo nada.

-Está bien, mi pequeño conejito. -ella rompió aquel porte desasosegado y sonrió. Se agachó y acarició el cabello naranja del niño con amor. -Es muy tarde, recoge esto y ve a la cama, ¿sí?

-¡Vale! -sin rechistar y con un ánimo alegre, risueño y brillante, el pequeño Ken se levantó con un montón de piezas en sus brazos. Piezas que se caían sin control porque eran demasiadas para él, pero las prisas por hacer caso a su madre eran superiores a él. Himiko terminó riendo de forma suave y dulce al verlo.

-Iré a ver si papá ha terminado. Ten cuidado de no tropezarte. -se dio la vuelta y emprendió el camino hacia una de las puertas que había en aquella sala de casa tradicional. Existían tres habitaciones, un baño y luego aquel lugar al que solo se podía entrar con protección.

-¡Sí, mamá! -alzó la voz de nuevo, sin importarle si ella le daba la espalda ahora, y prosiguió su tarea.

A Himiko no le hizo falta acercarse demasiado a aquella puerta. Su gran hombre de cabellos despeinados, largos y anaranjados salió de la misma con un largo suspiro de cansancio y satisfacción. Su piel estaba ennegrecida en la cara y las manos por las manchas de los aceros y las cenizas del fuego. Se pasó una de estas por la frente para retirarse la humedad del sudor y que no terminaran cayendo gotas sobre sus ojos grisáceos. Sin que el pobre hombre pudiera esperarlo, recibió un golpe de su mujer en el lateral de la cabeza.

-¡Ouh, Himiko! ¿A qué viene eso? -encogió ligeramente los hombros como gesto inconsciente para protegerse.

-¿Cuántas veces te he dicho que no te toques la cara cuando terminas de forjar? -levantó aquel mechón rubio que caía en el centro de la frente de él. -¡Mira, ya te has restregrado todo! -lo dejó caer y se cruzó de brazos, negando con la cabeza. -Creo que cuido de tres niños en esta casa.

-L-lo siento... -el pobre herrero no sabía dónde meterse. Solo fue capaz de atinar a cerrar sus ojos con una expresión culpable y a pedir disculpas agachando la cabeza ante ella. -No volveré a hacerlo, lo olvidé... -la escuchó suspirar.

-Está bien... Solo ve a bañarte, y llévate a Ken cuando termine de recoger, ha estado jugando en el suelo otra vez.

-¿De nuevo a construir con piezas? -alzó la cabeza entonces.

-Sí. Me gusta que cree cosas, pero hay veces que se tira al suelo de tal manera que parece que quiere barrerlo con su propio pompis...

-Míralo por el lado bueno, te ayuda a barrer.

-¡Morisu!

-¡Era broma, era broma! -inmediatamente retrocedió un paso, sonriendo con nerviosismo y poniendo las manos entre su esposa y él por unos segundos. Regresó a su postura y sonrisa habitual. -Ya sabes cómo son los niños, no te desesperes. Además, jugar a construir cosas, tallar madera o dibujar ayuda a desarrollar su creatividad. Llegará muy lejos como herrero si mezcla esa creatividad con la forja. Y pienso lo mismo de Keiichi, aunque a él no le importe demasiado eso de diseñar o imaginar cosas... Ambos son muy buenos ahora mismo y están al mismo nivel, tienen un gran futuro asegurado.

El Ascenso del Dragón: La infidelidad y la crisálida del amorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora