LXIX. El ascenso del dragón

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Tenía frío. Mucho frío. Fue lo primero que pudo percibir, un entorno silencioso, negro, tan vacío que era aterrador. Sentía la baja temperatura colarse en su piel, y de alguna manera extraña, se encontraba letárgico. Movía la cabeza, quería abrir sus párpados, mas no podía. Le pesaban como si estuvieran hechos de placas de acero. Su cuerpo adormecido trabajaba demasiado para tan solo centrarse en sus estímulos táctiles. Todo su ser estaba bajo un influjo que le impedía mover un solo dedo, o sentirlo. Poco a poco, minuto a minuto en la confusión, lo suficientemente mareado como para esquivar el miedo o la angustia, comenzaba a despertar en toda su totalidad. Sus ojos se abrieron, se acostumbraron demasiado rápido a la oscuridad que le rodeaba. Era raro. La luz era escasa, y sin embargo, sus pupilas veían cada rincón de aquella sala. Una sala repleta de cachivaches y maquinaria que inspiraban miedo e inquietud. En medio estaba él, echado en una especie de camilla metálica cubierta por una suave sábana. Se sentó con dificultad, aturdido y con ligero dolor de cabeza. Necesitaba pensar en cómo había llegado allí, y como si de una vieja filmación se tratase, escenas se reprodujeron en su cabeza a cámara rápida, sin la posibilidad de poner pausa. Sus ojos derrochadores de culpabilidad y pánico se abrían de forma progresiva mientras sus extremidades iniciaban unos notorios temblores. Recordaba cada maldito segundo en aquel estado enloquecido en primera persona. Recordaba que, de repente, sintió un dolor tan intenso que creyó que lo mataría. Unas inexplicables ganas de destruir, cegado por alguna especie de ira salvaje. Y sobre todo, el olor a sangre y el deseo de probarla. Recordaba la horrorosa manera en la que se comportó y las cosas imperdonables que hizo a sus amigos. Se miró sus propias manos, tan verdes como el pasto de la primavera, y sus garras rosadas. Veía sus piernas del mismo color, decoradas con llamas color vino. Tocaba con la lengua los largos colmillos superiores e inferiores. Y lo más notorio, la incómoda y pesada cola que continuaba su columna vertebral. Su estómago vacío estaba revuelto en sus propios ácidos, provocando las náuseas y las contracciones de garganta. A pesar de su deplorable estado emocional repentino, todavía se sentía adormecido, con sueño, tal vez cansado. Se levantó y caminó hacia la puerta de acero. Era un quirófano, pudo deducirlo tras unir en su cabeza los objetos del entorno. Le habían encerrado a cal y canto, con llave. Y no era para menos.

-¿Hola?... -su voz rota y casi afónica viajó por toda la sala con un suave eco. Llorar era el mayor deseo de su existencia, se le cargaban los ojos de humedad, pero retenía cada maldita gota. No merecía llorar, no merecía un desahogo. -¿Nura-san?... -y a pesar de la fuerza de voluntad que se esforzaba por poner, pronunciar un nombre conocido destrozó sus intentos. Empezó a llorar, a hipar en voz apagada mientras miraba el metal liso de la puerta, tocándola con las manos. -¿Eiji-kun?... -fue al primero que llamó, sin saber si alguien le estaba escuchando o no. Sus lágrimas incrementaron en cantidad por ser consciente de lo que le había hecho al chico más mayor, la peligrosa herida que le causó sin motivo. Fue el que se llevó la peor parte. Estaba preocupado, asustado. No quería quedarse solo. No quería ser rechazado. No quería ser visto como un monstruo. Pero era muy tarde para ello. Su naturaleza había cambiado, y con ella, su confianza. -¿Ken?... -llamó al otro muchacho, el siguiente que recibió una agresión por su parte, sin importar si fue intencional o no. Apoyó la frente en la fría puerta, las aletas extrañas que sobresalían de su frente cayeron hacia abajo como las tristes orejas de un cachorro deprimido. -¿Ichiro?... -ya no le importaba nada más que ellos, el saber si estaban bien. Ni siquiera tenía esperanza en poder mantener la amistad a partir de ahora.

Se tomó su tiempo para llorar en silencio por unos cortos segundos que parecieron horas. Escuchó el sonido de la puerta, del cerrojo, del pomo. Esta se abrió, permitiendo entrar la luz artificial de la corriente eléctrica. Vio al hombre ahí, mirándole con lástima, tristeza, decepción. Traía la misma silla de ruedas que había estado usando, pero... Tenía correas con un aroma a glicinia que le estaba causando náuseas leves y mareo. Entendía que eran para él, que a pesar de poder caminar de nuevo, estaba obligado a usarla.

El Ascenso del Dragón: La infidelidad y la crisálida del amorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora