LXII. Vuelve conmigo

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A Eiji no le molestaba en absoluto la compañía de aquel chico. Era alguien tranquilo, sosegado, maduro y para nada estúpido. Estaba seguro de que era más inteligente que él. Si el destino hubiera querido que coincidieran antes en más ocasiones, tal vez ambos habrían terminado siendo buenos amigos. Sin embargo, no pudo ser. Mucho menos ahora que el más mayor había perdido todo tipo de interés en cualquier cosa o persona. Se sentía vacío, como si un espíritu oscuro le hubiera absorbido la energía, la hubiera drenado hasta dejarla a cero. Lo único que le mantenía en pie era la existencia de su madre, la mujer a la que quería dar la recompensa de sus logros para facilitar su vida y causar que ella se sintiera orgullosa. Incluso si a él ahora ya no le importaba demasiado... En el silencio del cementerio, las hojas de los árboles resonaban entre roces, bailes que la brisa del verano creaba. Ambos leían las letras talladas del apellido Kamado en una lápida vacía, todavía costándoles asimilar la situación a pesar de que hubieran transcurrido cuatro meses desde la muerte de los otros dos jóvenes. Nadie quiso aceptar la situación en su momento, ni siquiera el propio Tanjiro, quien a pesar de poder confirmar que la sangre derramada era la de su hijo y su amigo, abrió una brigada de búsqueda por toda la región. De aquellos cuatro meses transcurridos, los dos primeros fueron arduo trabajo agotador sin descanso por parte de todos ellos. Dos meses sin encontrar nada... Les hizo sucumbir, aceptar por la fuerza y con mucho dolor que no había más opciones que la muerte.

Ichiro se vio obligado a deshacerse de sus gafas una vez más al no poder controlar las ganas de llorar en aquel silencio. Jamás creyó que algo así pasaría. No supo cómo llegó a suceder. Lo pensaba, le daba mil vueltas y seguía sin entenderlo. No comprendía el por qué. Por qué cuando él no estaba con ellos terminaban en tan malas condiciones. Recordaba aquel único momento en el que los dejó solos, ambos hubieran muerto de no ser por su llegada a tiempo. Pero esta vez... Nadie llegó. Todos se culpaban de alguna manera, todos buscaban aquella excusa personal para cargar con la responsabilidad de algo en lo que no la tenían.

Eiji se levantó, y sin pronunciar palabra, sin mirar a nada más que a un vacío sin sentido, se dio la vuelta y comenzó a caminar. Su imagen era la de un cascarón que solo guardaba rencor y desesperación. Una angustia a la que decidió obedecer. Ya no le importaba su meta de convertirse en Pilar, no le importaba la opinión de su tío, ni la opinión de su madre. Tampoco la del Patrón, ni las reglas, ni las misiones. No tenía nada más que perder. Dedicaría su vida a buscarle, daba igual por cuánto tiempo, si años o décadas... Y si podía ser, esperaba también encontrar al joven herrero. Sabía que sin ese chico, Daiki tampoco sería el mismo, y no deseaba que la persona que más le importaba sufriera una pérdida, era consciente de que una parte del chico que amaba moriría si llegaba a ocurrir. Tenía que encontrarlos a ambos. Debía confirmar si habían sobrevivido o no... Su corazón destrozado no estaba dispuesto a creerlo hasta verlo.

Los suaves golpes hicieron resonar la madera de la puerta. La luz se colaba en hileras a través de las cortinas cerradas de cada ventana. La oscuridad en aquella casa era muy leve, el día era perceptible, al igual que el canto de las aves que marcaba las horas según sus rutinas. Sus ojos colorados, cansados, observaron la misma puerta por unos segundos. Esta volvió a sonar, y tras los suaves golpes, una voz delicada, preocupada, inundó una pequeña parte del hogar.

-Hermano... He traído dangos... -hubo un silencio en el que él se levantó y caminó con desgana hacia la puerta. -Los he hecho esta mañana.

Tanjiro podía corroborarlo, el aroma dulce se percibía muy bien, así como el floral de Nezuko y el característico olor a nervios contenidos de Zenitsu. Deslizó la puerta corredera y se encontró con ellos cara a cara.

-¿Cómo estás, Tanjiro? -el rubio no tenía intenciones de molestarle con la pregunta, pero ya habían transcurrido cuatro largos meses. Sabía que no era fácil, el sonido del dolor todavía era intenso en el pelirrojo, y escuchaba otro que era incluso más deprimente dentro de la casa. Como esperaba de él, recibió una sonrisa suave, aunque forzada.

El Ascenso del Dragón: La infidelidad y la crisálida del amorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora