XVIII. Un nuevo desafío

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Consideró que era el momento. Conocía a Ichiro desde hacía el tiempo suficiente. ¿Cuánto, dos meses o tres? No lo sabía, pero el invierno llegaba tarde, no hubo frío durante los días hasta aquel. De todas formas, no era eso lo importante, sino que para él ese período de tiempo se aprovechó de tal manera que pareció haber pasado un año en su cabeza. El chico jamás puso en duda sus palabras, no que supiera. La primera vez que lo vio no la contaba, acababan de conocerse y fue normal que se confundiera. No había vuelto a ocurrir, nunca lo miró con ojos extraños a pesar de su rostro fino, nunca le faltó al respeto, ni mencionó el tema para nada, como si no existiera algo que tratar. Estuvo pensándolo durante toda la semana que su amigo sufrió por el efecto del antídoto. Creía que era suficiente, que se merecía saberlo. Estaba seguro de que nada cambiaría y él se quitaba medio peso de encima. No tendría que esconderse a aquellos ojos amarillos que ahora eran de otros colores. Quería enseñarle cómo era su cuerpo, no podía seguir ocultándoselo a alguien que confiaba tan ciegamente en él, quería que viera que no era igual a los demás chicos, que supiera el por qué no se cambiaba nunca con él delante. Era justo para el muchacho más pálido conocer la verdad y él se sentiría mejor consigo mismo al compartir aquello con alguien que no era su familia de sangre. Estuvo a punto de mostrarle su figura de reloj de arena, delgada, su torso y cadera, pero la interrupción fue poco oportuna. Tuvo que dejarlo para otro momento. No conocía las cosas que estaban cruzando por la cabeza del otro. Se disculpó con él y salió de la enfermería, prometiéndose que regresaría pronto. Y solo si Ichiro continuaba solo allí, volvería a intentarlo. Apenas salió por la puerta hacia el jardín de la entrada, alguien se le tiró encima. No literalmente, más bien lo arrolló con un abrazo. Lo único que pudo ver en su camino fue un montón de pelo rubio volando en sus narices. Sabía muy bien quién era, reconocería ese tono claro en cualquier parte, ese aroma a flores y esa manera específica de agarrarle. Se le llenaron los ojos de lágrimas con el corazón en la boca y devolvió el abrazo, cerrando los párpados para disfrutarlo lo máximo posible. Fujiko no solía abrazarlo demasiado, sobretodo cuando ya apenas se veían. Pero se extrañaron, se echaron tanto en falta que el silencio se rompió porque ambos comenzaron a sollozar. Había pasado solo una semana desde que le visitó, pero él estuvo incapacitado, además de que se sentía como demasiado tiempo. A pesar de sus 11 años, ella era una chica alta, como Zenitsu. Solo por un par de centímetros no igualaba a Daiki. Ninguno se atrevía a pronunciar palabra, a parte de no saber qué podrían decirse. Tan solo lloraban por lo bajo en el hombro del otro, incapaces de soltarse. Al chico no le importaba si le dolía el brazo por presionarla contra sí. Nezuko estaba allí, pero no se atrevió a interrumpir a los niños y su muestra de afecto. Sonreía enternecida, con el alma flotando dentro de su cuerpo, tan ligera. Era una maravilla verlos así. Fujiko no era agresiva, pero tenía mucha impaciencia y un pequeño problema de celos hacia su primo porque creía que él era más lindo que ella. Esto siempre chocó contra la personalidad del joven. Era raro verles de aquella manera tan íntima, pero no imposible.

Solo cuando el brazo y el pecho de Daiki comenzaron a doler más por hacer fuerza durante dos minutos, tuvo que obligarse a aflojar el agarre. Ella hizo lo mismo al notarlo y terminaron de abrazarse, quedando cara a cara con los rastros húmedos en sus mejillas rojas, irritadas. La niña sorbió por la nariz, y como pocas veces ocurría, dejó que su primo la tomara del rostro y dejara un suave y cariñoso beso en su frente a través de los rectos mechones rubios de puntas anaranjadas. No necesitaban palabras en realidad, no con aquellos actos de amor incondicional. Ella pasó los brazos a los costados del muchacho y volvió a pegar la cara contra el centro de su pecho plano. Daiki sonrió, limpiánose uno de sus ojos para después posar la mano en la cabeza de la chica y peinar sus hebras doradas. No esperó que fuera en ese momento, con su voz aguda chocando contra su pijama de dos piezas, cuando Fujiko se atrevería a hablar.

-¿Por qué no vuelves a casa?... ¿Ya no me quieres?... -rota, temblorosa. Echaba de menos aquellos tiempos en los que ambos eran niños y estaban juntos casi todos los días, alternando entre casa y casa. A Daiki se le partió el corazón en dos. Jamás había escuchado a su prima de aquella forma, tan vulnerable.

El Ascenso del Dragón: La infidelidad y la crisálida del amorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora