LXIV. La sangre de un híbrido.

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Estaba perdido, desubicado, hundido. Ya no sabía qué más hacer, cómo avanzar, como curar aquel dolor insoportable que le impedía vivir sin sufrir. No importaba el apoyo de los demás, ni cuántas palabras de consuelo le llegaran, era imposible deshacerse de aquella sensación que le mataba. Pero no podía ceder, abandonar. La persona que amaba se encontraba de la misma manera, era incapaz de dejarla sola. Compartir su pena era lo único que les mantenía juntos, llorando cada noche uno en el hombro del otro hasta que las lágrimas se secaban antes de emerger. Tanjiro ya no sabía cómo regresar a una vida tranquila sin su hijo, e Inosuke tampoco. No importaba cuánto tiempo transcurriera, después de cuatro meses el dolor era tan intenso como el primer día. Nezuko jamás tuvo aquella charla con ellos por lo que ocultaron, pero sí avisó a las chicas de la finca Mariposa a través de una carta, justo antes de recibir la horrorosa noticia. Fujiko había cambiado, su interés por ser el centro de atención se esfumó junto con sus ganas de sonreír y jugar. La niña ya no dejaba ver su actitud arisca, y para Ichiro, quien solía visitar ambos hogares todavía, era igual de difícil superar el duelo. El pesar cargaba en su contra por las noches, impidiéndole respirar y necesitando ayuda de vapores calientes que Gyomei le preparaba, esperando poder descansar al menos un par de horas antes del amanecer. Fue esa misma mañana del día siguiente cuando, ya habiéndose hecho rutina, regresó al cementerio una vez más, orando en un largo silencio por sus amigos caídos. Por costumbre, esperó al silencioso Eiji, que no había vuelto a pronunciar una sola palabra desde aquello. Sin embargo, no aparecía. Los minutos eran largos, aunque pasaban rápido. Tenía la impresión de que el chico más mayor no iba a ir a esas alturas. No comprendía por qué, Eiji jamás había perdido oportunidad de visitar la lápida de Daiki. Cuatro meses fueron suficientes para darse cuenta a través de su sentido sensible del tacto del intenso sentimiento que Shinazugawa poseía hacia su amigo de ojos esmeralda, de la fuerza con la que parecía amarlo. No lo juzgaba. De hecho, lo entendía demasiado bien... Por eso estaba preocupado, no era normal que alguien como Eiji, con esos sentimientos, no apareciera frente a la lápida de esa persona que quería. Se le escapó un suspiro largo y tembloroso antes de levantarse. Ahora le tocaba volver de regreso a casa, un camino largo y ascendente. Su hogar se ubicaba entre montes, cerca de la civilización, pero lo suficientemente alejado como para no ser visitado a menudo, siempre rodeado de los sonidos de la naturaleza, del correr de las aguas manantiales, del canto de las aves y de las caricias del pasto silvestre. No tenía nada que envidiar al resto de templos. Por aquel día, se lo tomaría con calma. Había estado centrado en ayudar a la familia de Daiki al completo y estaba cansado, agotado. Necesitaba tiempo para sí mismo, intentar recuperar su ritmo de vida. Iba a ser difícil, la rutina que tuvo antes de conocer al chico de ojos esmeralda era solitaria, enfocada en entrenar, estudiar y ayudar a su padre adoptivo con todo lo posible. Por primera vez se preguntó a sí mismo si eso podía considerarse ser feliz, vivir en su pleno significado. Conocía la respuesta, y no se sentía bien con ello. No le gustaba ser consciente de la situación porque tenía un padre que lo amaba y le ensañaba lo que no muchos eran capaces de enseñar. Le desagradaba pensar en la infelicidad teniéndolo a él, pero... La realidad era de esa manera. Fue él mismo quien escogió su camino. Y fue él también quien decidió desviarse hacia otro diferente al desear salir de su zona de confort para conocer más a Daiki después de la selección. Definitivamente, no quería volver a esa rutina. Pero sin él... ¿cómo lo haría? Esa pregunta le machacaba el pecho, no se creía capaz de avanzar de forma correcta. Detuvo sus pasos a medio camino, ahogado por su propia angustia y por la presencia igual de pesada que estaba notando. Giró su cabeza hacia los campos de cultivo, observando desde un punto un poco alto el paisaje. Ahí estaba Eiji, atravesando los caminos con paso duro. No se encontraba lejos. Visualizó una bolsa de viaje a sus espaldas. No necesitó sentir más de su presencia para saber por qué estaba yéndose por un sendero que no iba a ningún lado. Tan rápido como pudo, descendió derrapando por la tierra del montículo por el que subió en su camino a casa. Era seguido por su cuervo blanco. Desde que todo se normalizó, estas aves de apoyo regresaron a volar cerca de sus dueños. Una vez en el suelo liso, corrió lo máximo que sus piernas le permitían, viendo la figura del otro hacerse más grande con cada zancada.

El Ascenso del Dragón: La infidelidad y la crisálida del amorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora