XXVII. Rogando el perdón de Dios

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-¿Y bien? ¿Qué te parece? -Daiki preguntó, observando con las manos en la cintura cómo el pequeño huracán de energía correteaba de acá para allá por la sala, investigando y curioseando todos los rincones del hogar Kamado... completamente vacío de presencias, empolvado, sin color.

-¡Está sucio! -su vocecilla chillona resonó incluso a través de las maderas, sin detener su explosión de idas y venidas. -¡Pero es grande!

Ichiro veía en silencio la expresión tranquila y sonriente de su amigo a su lado. No podía engañarlo, no cuando sentía sus vibraciones a través del suelo. Emanaba una tristeza intensa detrás de esa expresión diaria que siempre portaba con el buen humor. Captaba el dolor en su propia piel, la soledad de un corazón que resquebrajado con una grieta que se estaba alargando y profundizando más y más con cada día transcurrido. Había estado notándolo desde que decidieron que se quedarían allí, desde la salida de la finca y durante todo el camino. Y ahora que se encontraban en el lugar, el aura que el chico trataba de esconder se hizo más potente para el de ojos amarillos. No podía dejarlo así más tiempo, arriesgándose a romperse por tratarse a sí mismo como una olla a presión que luchaba por mantener dentro todo. No deseaba meterse donde nadie le estaba solicitando, pero estaba en juego el bienestar del joven. Bajó la mirada hacia aquella mano delgada y de superficie lisa, suave y temblorosa por la tensión interna que él sí estaba viendo. Estaba indeciso, discutiendo mentalmente si debía... ¿Qué diablos? Por supuesto que debía, era la única manera que había para que se desahogara un poco. Vacilante, agarró dicha mano, lo que provocó que llamara la atención del otro. Este lo miró con una mueca curiosa. Cuando comenzó a tirarle no se negó.

-Ven conmigo, tenemos que hablar. -Ichiro pronunció con una voz más baja de lo normal, tanto en volumen como en tono. Era capaz de adivinar la repentina inquietud nerviosa de Daiki, pero no podía hablar de eso delante de un niño, aunque fuera Ken. Lo sacó de la casa y entornó la puerta, sin soltar su mano. Clavó sus ojos insistentes en los esmeralda, provocando en estos unos parpadeos rápidos. Suspiró entonces, acomodando en el proceso sus ideas. -¿Por qué no dices que te sientes mal estando aquí? -no esperaba una respuesta, sabía que su amigo no sabría responderla, y no se estaba equivocando. Tomó entonces ambas manos. -Sé que solo quieres lo más cómodo para nosotros, pero tienes que pensar en ti también. A mí no me molesta tener que estar un tiempo en una posada mientras esperamos un antídoto, y seguro que a Ken tampoco. -observó como las cejas finas de mezcla violeta se fruncían ligeramente.

-No voy a meternos en una posada mientras tenga una casa vacía...

-Ese es el problema... Que está vacía, ¿verdad? -lo sabía, pero no era él quien tenía que admitirlo. Ante el silencio que le estaba dando se vio obligado a continuar. -Es difícil este estilo de vida, todos los sabemos. También hecho de menos mi casa... -aunque no lo comparaba. Si él regresaba Gyomei estaría allí. Siempre estaría. -Aun así... -agachó la mirada, observando las caricias inconscientes en sus manos. -Entiendo que te duele mucho ver tu hogar así... -y no poder ver a sus padres en tanto tiempo. Un tiempo que no tenía idea de cuánto duraría. -Pero no puedes intentar encerrar eso, solo te haces daño. -lo miró a los ojos nuevamente. -Lo lleva a haciendo desde antes, lo noté hace tiempo. No dije nada porque creía que estaba mal entrometerme. Pero está empeorando y no quiero eso. Ya no eres como te conocí... -le dolía ser consciente del cambio, que no era la misma persona del todo. -Te has vuelto más agresivo de lo que eras, más desconfiado... Hasta tu paciencia se ha reducido más. -nunca tuvo demasiada, sin embargo, ahora menos. -Incluso nos hemos peleado y ni siquiera sé cómo o por qué... Esto antes jamás pasó... -el de cabello largo desvió la cabeza, no queriendo enfrentarlo. -Daiki, mírame. -pidió con tono suave, preocupado. El chico no le hizo caso. -Daiki. -lo intentó de nuevo, en vano. Suspiró por la nariz y plantó las manos en las mejillas del otro para enderezarle la cara y que lo observara. -Está bien estar triste, está bien gritar de rabia, pero no está bien que te tragues todo lo que sientes solo por nosotros. Somos amigos... Tú no eres una molestia, te queremos, y si te sientes mal vamos a intentar ayudarte... -le estaba costando mantener la compostura, era un enorme esfuerzo teniendo delante unos labios que empezaban a temblar  y unos ojos que se inundaban. Fue apenas abrir la boca que toda el agua se derramó.

El Ascenso del Dragón: La infidelidad y la crisálida del amorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora