LVI. El pasado nunca muere

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Era todo un oscuro y frío vacío. Un vacío de sonidos silvestres, aullidos de aves y lobos, silbidos de hojas que se frotaban en la brisa de la transición del invierno a la primavera, a una estación de color y alegría que traía esperanza y un reseteo en la vida, una nueva oportunidad. Pero no esta vez. Ahora cargaba a sus espaldas de semillas y flores desdicha, tristeza, preocupación, un futuro cercano incierto y uno lejano más incierto todavía. Aunque para él ninguna primavera volvió a ser como debía. Las estaciones eran un simple cambio más, a sus ojos afilados perdieron todo lo que las hacía especiales. No, más bien, esos mismos ojos fueron los que perdieron la capacidad para ver esa belleza en cada una. Hasta que llegó él. Desde ese momento su ceguera por la vida remitió, pudo disfrutar de los colores, de las formas, de las emociones que un sol cálido impregnaba sobre la piel o disfrutar de la hermosura de un gran manto blanco, o de una lluvia de oro y carmín. Y de repente, quedó ciego de nuevo. Todo por su simple ausencia. Aquel idiota tenía razón. Eiji tenía razón en todo lo que dijo. ¿Qué haría, entonces? Nada. No haría nada al respecto sobre eso. ¿Por qué? Porque sus prioridades eran otras, y la principal era traer de vuelta a Daiki. Una vez que todo estuviera en su lugar, tal vez, y solo tal vez, pondría la mano en el fuego y comenzaría a hacer algo al respecto. Su cabeza no estaba ahora como para pensar en ese tipo de cosas, no cuando se sentía asustado, enfadado, desesperado. Se negó a descansar, y como si Eiji se lo hubiera esperado, dejó que se mantuviera despierto, decidiendo que él sí se haría una cama de hojas, pues no se podía ayudar a nadie si uno no estaba tampoco en plenas facultades. Aquellos ojos turquesa se desviaron hacia el otro joven que le daba la espalda. Rápidamente, volvieron a perderse en la espesura negra del horizonte frondoso y confuso. No podía más, había buscado todo el día y no vio no un solo rastro. Empezó a arrepentirse de no haberse quedado con Ichiro solo porque de esa manera sus posibilidades de encontrar a Daiki serían mayores. Él mismo se daba cuenta de que fue un idiota, de que se había alejado más todavía de él por buscar sin un rumbo concreto. Las náuseas no le abandonaron desde que obtuvo "tranquilidad" en aquel diminuto campamento improvisado. Las ganas de vomitar fueron en aumento con cada minuto. Cuanto más pensaba, más se asustaba y más angustia le revolvía el estómago. Dolía. Sentía pinchazos insoportables en el pecho y su vientre se retorcía sin parar. Ken echó la cabeza hacia atrás y la dejó chocar contra la corteza del árbol en el que apoyaba su espalda. Cerró los parpados, con el semblante al cielo y comenzó a tratar de controlar su respiración, inspirando y expirando profundamente, lento. Notaba el efecto de la oxigenación en su cuerpo, el cosquilleo en la cara, en los dedos de las manos, en los brazos. Pero no servía. Las náuseas no se marchaban. Bajó la cabeza y dejó que sus pupilas se encontraran con las brasas calientes de lo que fue una fogata. No se molestó en encenderla de nuevo, no le importaba si Eiji se resfriaba, él no era su amigo y no tenía por qué ayudarle con algo como eso. Se levantó y caminó unos pasos, alejándose un poco. Iba despacio, encogido. Se sentía enfermo y lo odiaba, lo detestaba. No solía ponerse malo a menudo, su debilidad no era eso. Él tendía a romperse los huesos, no tenía un esqueleto demasiado resistente comparado con cualquier otro cazador, pero ni de cerca se asemejaba a lo frágil que era su amigo de ojos verdes. Se detuvo entonces y apoyó la mano en otro árbol, dejando que parte de su peso cayera ahí. Agachó la cabeza y volvió a respirar en profundidad, intentando evitar lo inminente. Fue imposible, no tardaron en aparecer arcadas casi silenciosas. Arcadas vacías que no llevaban nada consigo, más que la desesperación, la incomodidad. No había comido nada desde la noche anterior, no había nada que poder expulsar. Se preguntaba, irritado, cuánto tiempo duraría aquello, cuánto más iba a sentirse así de enfermo. Ya lo aguantó una vez a causa de la muerte de su familia, no quería tener que soportarlo una segunda.

Por suerte para Ken, fueron solo dos minutos de sufrimiento, aunque se le hubieran hecho eternos. Al menos, podía volver a respirar un poco más cómodo, pero aún angustiado y aterrado por Daiki. Regresó en menos de veinte segundos, apenas se había alejado unos metros. Nada más aparecer, vio a Eiji sentado, quieto, en silencio, todavía dándole la espalda y observando de manera inquietante algo al frente oscuro, algo que no estaba ahí o creía que no estaba debido a que era imposible ver nada. También a causa de que el de la vista prodigiosa era él, en caso de haber algo lo estaría viendo. Pero no había nada. Observó, confundido, cómo sin girarse, el otro alzaba un dedo hacia arriba, extendiendo el brazo hacia él.

El Ascenso del Dragón: La infidelidad y la crisálida del amorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora