46 - Ahora solo quedo yo mirándonos caer.

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Martes, 20 de mayo de 2031, Madrid.

La primera vez que Flavio despertó de una operación, su mirada fue gentil.

Fue una mirada que definió lo que él era, lo que había sido siempre. Una persona bondadosa, serena, con un punto de picardía infantil. Samantha no estaba a su lado cuando abrió los ojos después de la operación de columna, por eso no pudo ver que el chico hubo de parpadear varias veces para adaptarse a la luz después de tres días sedado. No vio más que sus manos moviéndose al son de una melodía que creaba en su cabeza aunque su cuerpo no fuera instrumento suficiente para darle vida a esa nueva obra. Entró por la puerta sin puerta de esa habitación y cuando los ojos de él se posaron en los de ella, sintió un alivio desconocido hasta entonces. Sintió que estaba en casa, y esa mirada habló de los dos, de lo que compartían. No tuvo nada que ver con el cáncer ni con el hecho de que acabara de salir de quirófano de una operación complicada, fue una mirada amable, un "no sabes cuánto me alegro de verte", y sus rostros se llenaron de esa alegría que tienen los pequeños gestos de bondad que hacemos por los demás. Samantha sintió, con más fuerza que nunca, que Flavio siempre la miraría con devoción, fuera la situación que fuera en la que se encontrara.

Pero se equivocaba.

La segunda vez fue radicalmente distinta.

Con Juan conduciendo y Sam de copiloto, el coche se llenó de un aire extraño mientras recortaban kilómetros de camino a la clínica. Un aire pesado, irrespirable, lleno de silencios. Ninguno de los cinco dijo nada porque no hay nada que decir cuando sabes que piensas lo mismo que todos los demás. Samantha se dedicó a mirar por la ventana echa un manojo de nervios por dentro, pero con una falsa calma y un rostro impertérrito de cara a la galería. Juan apartó la mirada de la carretera un solo segundo para dirigirla a ella, y se permitió soltar la mano derecha del volante para entrelazarla con la de su hija, que respiró hondo por primera vez desde que habían salido de casa.

Entraron juntos a la clínica, pero tal y como Bea había sugerido, no pudieron hacerlo a la vez, por lo que decidieron sin palabras que los primeros que tenían que entrar a ver a Flavio eran Lola y José, que para algo eran los progenitores de la criatura. Lola había sido la encargada de prácticamente salvarle la vida, le había encontrado asfixiándose y estaba sola y sola se había hecho de hierro para tirar de todo, para soportarlo todo por él; y José llevaba semanas sin verle porque teniendo todavía hijos a su cargo no podía desplazarse tanto como le gustaría, y mientras Bea y ella esperaban su turno, Samantha reflexionó que allí nadie iba a tener nunca una tregua hasta que Flavio recibiera un diagnóstico final que dijera que estaba curado del todo. Y ni siquiera sabían si ese momento iba a llegar algún día.

El horario de visitas seguía siendo igual de escaso que hacía dos meses, comprobó Samantha, y mientras los padres de Flavio visitaban a su hijo sin saber qué iban a encontrarse, un señor canoso con bata y rostro amable se dirigió a ellas para informarles de la salud de su familiar. Samantha se agarró a la mano de su padre y tiró de él para entrara con ellas o no podría escucharlo sola. No podía escuchar ni una palabra más allí dentro, sentía que no iba a soportarlo, que tenía el cerebro empachado de lenguaje técnico y palabras en latín, saturado de componentes de medicamentos que no se podían mezclar, harta de pasar por todo eso una y otra vez. Junto con Lola era la persona que más había vivido la enfermedad de Flavio de todos los que estaban allí, y sólo ella sabía el desgaste que algo así ocasionaba.

Y cada vez de forma más habitual, su cerebro se había acostumbrado a ser selectivo con la información que dejaba entrar a la memoria a largo plazo. Si echaba la vista atrás, se daba cuenta de que recordaba muy poquitas cosas de todo lo que habían pasado, y aprendió a distinguir recuerdos de sensaciones. No olvidaría nunca el miedo, la incertidumbre, la angustia, el dolor que provoca pasar por algo así, pero estaba olvidando las situaciones. Ya no recordaba cuando acudió con Flavio a la clínica aquel día de la primera biopsia ni mucho menos las palabras que usó el médico. No recordaba las tantas sesiones de quimioterapia a las que le había acompañado más que en líneas generales, sin entrar en detalles. No recordaba tan siquiera lo que el cirujano que había operado a Flavio de la espalda les había dicho dos meses atrás. Y es que el cerebro se vuelve así de selectivo a veces, y va eliminando cosas que considera residuos. Ya no importaban las palabras de un médico hacía un año, importaba el día a día, y estaba segura que de ese día en adelante seguiría olvidando cosas y quedándose con la información precisa.

UN POCO DE FEBRERO... y todo septiembre.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora