42 - Yo te espero aquí.

2.9K 198 71
                                    

Viernes, 14 de febrero de 2031, Madrid.

La operación duró cuatro horas y media.

Cuatro horas y media no son nada si, por ejemplo, las pasas en la playa tomando el sol, o en una mañana de juegos en la piscina con tus amigos. No son nada si son horas de carretera el primer día de vacaciones, si las pasas dormida, si estás en una cita con la persona que te gusta.

Pero se convierten en ocho, doce, mil horas si es en una sala de espera donde las tienes que pasar. El tiempo se congela, s e e s t i r a, se para. Sólo adviertes que la vida sigue porque a tu alrededor todavía hay movimiento: hay más familiares a los que llaman antes que a ti, hay un vaivén impersonal de médicos y enfermeros, el reloj se mueve, las manecillas emiten un ruido constante y torturador, pero el tiempo no corre.

Se quedaron solas, allí, las tres Marías, como Samantha había bautizado al extraño grupo que formaban Lola, Bea y ella misma. Estaban sentadas en sillas contiguas y Lola cogía la mano de la valenciana sin apretarla, sin prácticamente ser consciente de que se estaban tocando. Le había dado la mano hacía largo rato para intentar sofocar su preocupación e inconscientemente se habían quedado así, calladas pero unidas. Bea intercambiaba WhatsApps con su marido, que se había quedado en Murcia con Chris, y con su padre, para informarle de las novedades.

Pero no hubo novedades en más de cuatro horas.

Samantha bufó ya sin saber si era por miedo, preocupación, aburrimiento o las tres cosas juntas y anunció que iba a fumarse un cigarro, el tercero desde que habían llegado allí.

- ¿Queréis algo de la máquina?

- Un sándwich, por favor. Estoy muerta de hambre - pidió Bea.

- ¿Lola?

- No, estoy bien, gracias, cariño.

Cogió su bolso y recorrió todos los pasillos que habían recorrido para llegar allí pero a la inversa. Salir al aire libre de un gélido catorce de febrero le hizo darse cuenta de lo embotada que había estado allí dentro. En lugar de encenderse el cigarrillo, lo que hizo fue tomar unas hondas bocanadas de aire para llenarse los pulmones de algo que no fuera el aire viciado del hospital. Pensaba que al tratarse de una clínica privada, todo sería distinto a los hospitales públicos, pero lo cierto era que sólo se notaba en las instalaciones, que eran mucho más nuevas y estaban más cuidadas que en un hospital al uso. Bueno, y la factura a fin de mes. Flavio se estaba dejando un dineral en ese tratamiento.

Encendió el cigarro y vio un coche aparcar frente a la puerta principal, del cual un señor de unos setenta años bajó por su propio pie y pasó a su lado acompañado de una señora esbelta y elegante, de su misma edad, tomados de la mano. Entraron a la clínica después de dedicarle a la valenciana un breve saludo que ella sólo pudo corresponder con la cabeza.

Flavio había entrado por su propio pie al hospital.

Le habían citado a las nueve de la mañana aunque el pobre llevaba despierto desde las seis. No paraba de dar vueltas en la cama tratando de reconciliar el sueño y frustrándose por no conseguirlo. Poco después Samantha despertó también, y ambos quedaron mirando al techo, tapados hasta la barbilla con el edredón nórdico y sin tocarse ni mirarse debajo de las sábanas. Durante unos minutos ninguno de los dos dijo nada, y tampoco hizo falta. Pero después se giraron para mirar al otro al mismo tiempo, como coreografiados o movidos por la misma necesidad.

- Buenos días - dijo Flavio. - Has dormido poco.

- Siempre duermo poco. ¿A qué hora te has despertado?

Flavio miró el teléfono y la luz le cegó unos segundos. Cerró los ojos con paciencia. Se le iba a hacer la mañana eterna.

- ¿Por qué no intentas dormir un poco más? - le dijo Sam, acariciando su mejilla. - Te va a entrar hambre y tienes que ir en ayunas.

UN POCO DE FEBRERO... y todo septiembre.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora