Viernes, 20 de febrero de 2032, Madrid.
Algo a lo que no iba a acostumbrarse nunca Samantha, aunque pasaran años, sería a la lentitud de Flavio.
El zagal se había cortado el pelo en Beniarrés, en el peluquero al que había ido la familia Gilabert toda la vida, hacía escasos quince días. Habían bajado al pueblo a celebrar el treinta y ocho cumpleaños de Samantha y entre otras cosas, había aprovechado para quitarse la melena negra que se había dejado crecer después de la radioterapia. Aun así, nada hacía que tardara menos en arreglarse de lo que tardaba la propia Samantha. Siempre se asume que es la mujer la que más tiempo emplea en asearse y ponerse a punto cuando hay que salir de casa, y sea una construcción machista o patriarcal, la cuestión era que en esa relación no se cumplía. En el tiempo en que Samantha se duchaba, secaba el pelo y vestía, Flavio no hacía ni la mitad, y había que tener en cuenta que las duchas últimamente siempre eran compartidas porque, ¿para qué gastar dos veces agua pudiendo hacerlo sólo una?
A decir verdad, no lo hacían por cuidar el planeta Tierra, lo hacían por necesidad personal.
Desde que Flavio había recibido el alta hacía casi cuatro meses, estaban viviendo una luna de miel sin haber pasado antes por la vicaría. De puertas para dentro, se sentían como en esos primeros meses en los que empiezas a compartir tu vida con otra persona, en los que vas descubriendo cada cosa que le hace ser como es, cada manía, cada tic, cada toc. Redescubrieron rutinas que tenían olvidadas, como cuánto les gustaba sentarse juntos en el piano y que Flavio intentara arrancar de Samantha a la pianista que estaba empeñado que llevaba dentro, o meterse en la cocina a experimentar mil platos que después no siempre eran comestibles, o hacer sus sesiones de belleza nocturnas y dormirse a mitad de una película. Habían recuperado su tempo de pareja, ese que habían perdido allá por mayo del año anterior y que en realidad no habían tenido de forma plena desde que habían vuelto a estar juntos, porque el cáncer lo había pautado todo. Desde principios del 2030, una fecha que quedaba ya muy lejana, su relación había estado marcada por las necesidades de Flavio, aunque nunca lo hubiera hecho adrede, pero su condición condicionaba a todo lo demás: su vida laboral, su vida privada, sus decisiones... Pero ahora ya no existía el sarcoma, y la úlcera que le había tenido postrado en una cama durante más de treinta días había remitido hasta convertirse en un mal recuerdo. Cumpliendo una suave dieta los primeros meses, poco a poco, había recuperado la movilidad total de la espalda, el apetito y la energía. Cuatro meses después, si no te fijabas en la cicatriz que le atravesaba el vientre, era como si nada hubiera pasado.
A Samantha le gustaba acariciar esa cicatriz por las noches. Se acurrucaba a su lado y esperaba a que él pasara un brazo bajo su cuello, y la acercara a él y besara su frente. Era prácticamente un ritual y no lo disculpaba ninguna noche. A veces cerraba los ojos e introducía la mano por debajo de su camiseta de pijama y acariciaba su pecho, como había hecho siempre, incluso en la academia, y buscaba con las yemas de sus dedos el punto bajo el cual sabía que latía su corazón. Sentía el bombeo en su mano y sólo entonces conseguía iniciar el camino hacia el sueño. Casi siempre, esa mano descendía hasta el vientre y trazaba el surco que había dejado la costura y los puntos después de la operación. Era una zona especialmente sensible que siempre arrancaba cosquillas en el murciano, pero sabía que no le dolía. Le escuchaba reír bajo su cuerpo y entonces Flavio volvía a besar su coronilla. Y así todas las noches. Siempre. Su ritual.
No sabía por qué lo hacía, pero así se sentía más cerca de él. Aquella cicatriz y la que le había quedado en la espalda tras la primera cirugía eran muestras físicas de todo lo que había pasado Flavio, y no era poco. Casi como marcas de guerra, como si fuera un superhéroe, pero lo más importante radicaba en que no lo era, era una persona común y corriente que había atravesado dos años indeseables y que no podía creerse que siguiera vivo. Y ella tampoco. Flavio se dormía siempre antes que ella, y no podía evitar ni tampoco quería, mirar su carita entregada a Morfeo. Valiéndose de la luz que entraba por la ventana, bien por la luna llena o por el alumbrado de la urbanización, admiraba sus oscuras pestañas y recordaba cuando perdió todo el pelo. Miraba su nariz redondita y le pedía a un Dios en el que no creía que sus hijos la sacaran como él. Y con ese pensamiento, la mayoría de las noches, conseguía quedarse dormida.
ESTÁS LEYENDO
UN POCO DE FEBRERO... y todo septiembre.
FanficHan pasado diez años desde que finalizó la edición más surrealista de Operación Triunfo y la vida no ha sido igual de dulce para unos que para otros. Diez años después del boom que supuso su paso por el programa, Samantha se reencuentra con un Flavi...