Desde que Flavio se había ido, Samantha se metía cada noche en una cama ahora demasiado grande sin entender al final del día cómo había sobrevivido a uno más.
Y ya iban casi ocho meses.
Y esa noche, al recostar su espalda contra el almohadón blanco, no fue distinta.
Ya no desconectaba los audífonos por la noche por si a los niños les ocurría algo y no podía escucharlos para correr a socorrerlos; al no estar Flavio, el peso de la casa caía sobre ella por completo. Y pesaba. Y sabía que, si él pudiera estar allí para aliviarle la presión, las dudas y la ansiedad de la crianza de sus tres pequeños enérgicos, creativos y traviesos, lo haría como el magnífico padre que había sido siempre.
Tomó el teléfono de la mesilla de noche donde lo tenía apoyado sobre el cargador inalámbrico y abrió el chat de su marido. Sabía que no iba a responder, pero tenía que darle las buenas noches antes de dormir, siempre. Como hacía tantísimos años, tantos que había perdido la cuenta, cuando la decisión de un jurado injusto y de todo menos imparcial les había separado por una semana que se le hizo eterna y cuyo dolor y rabia sólo pudo mitigar escribiéndole a todas horas a un teléfono que estaba fuera de su alcance y al que sabía que no podría responder por mucho que ella se encargara de recordarle que le echaba de menos, que confiaba en su talento, que se había dado cuenta de muchas cosas allí dentro pero de tantísimas otras más afuera, que le quería, que le esperaba.
Bloqueó el teléfono con un suspiro y lo puso de vuelta en la mesita. Siempre iba a estar esperándolo, el tiempo que hiciera falta, en las circunstancias que la vida les pusiera por delante.
Apagó la luz y en medio de la oscuridad de un jueves cualquiera de septiembre, calculó cuántas horas podría dormir hasta que sonara el despertador para preparar a los mellizos para el cole y dejarlos en el aula con tiempo suficiente de atravesar medio Madrid y llevar al pequeño a la revisión del pediatra a las diez menos cinco. Tampoco entendía por qué daban horas tan raras en aquella clínica, que para más inri era privada y costaba un dineral. ¿Tan difícil era citarle a las diez en punto? ¿Acaso esos cinco minutos supondrían una diferencia tan notable? ¿Se iba a solucionar la piel atópica de Biel por acudir a la clínica cinco minutos antes?
Trató de conciliar el sueño en esa cama cómoda, cálida pero vacía haciéndose un esquema mental de todo lo que le esperaba al día siguiente, porque cuando acabara la cita con el pediatra, tenía que llevar a Biel consigo al estudio para revisar los acabados del CD que no vería la luz hasta diciembre. Antes el tiempo parecía correr muy lento, pero ya no sentía esa ansiedad por publicarlo todo ya. Sabía que antes de percatarse siquiera, estaría firmando discos para la preventa antes de Navidad. Después de comer y recoger a los niños del colegio, tenía que recordar avisar a los profesores de las extraescolares que ese día no acudirían porque tenían la tarde ocupada yendo a comprar flores con mamá. Alejandro no entendía por qué tenían que ir a comprar flores para llevárselas a su padre si ni siquiera era algo que a Flavio le gustara especialmente cuando estaba en casa, y Samantha sabía que su hijo se quejaría durante todo el camino hasta la floristería, pero había desarrollado un sentido arácnido, paranormal, llámalo como quieras, para ignorar las palabras de sus hijos cuando éstas no eran más que un comportamiento irracional que ni ella ni Flavio les habían enseñado.
Así, organizando un día que se planteaba largo, sucumbió sin mucho esfuerzo a los brazos de Morfeo. Quedarse dormido es a la misma vez lo más fácil y lo más complejo del mundo. Cuando tu mente empieza a divagar y perder el hilo de la conversación que mantienes contigo misma para cansarte y dormir aunque sea por aburrimiento, el cuerpo se deja llevar con una tranquilidad confiable. Así se durmió Samantha, con la retahíla de cosas que hacer antes de recoger las flores amarillas sin pensar ya en las quejas de Alejandro, diluidas en su cerebro al entregarse a las primeras fases del sueño.
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UN POCO DE FEBRERO... y todo septiembre.
FanfictionHan pasado diez años desde que finalizó la edición más surrealista de Operación Triunfo y la vida no ha sido igual de dulce para unos que para otros. Diez años después del boom que supuso su paso por el programa, Samantha se reencuentra con un Flavi...