19 - Un café con sal...

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Le pidió que se quitara los zapatos, y él hizo lo mismo.

Con pudor, como siempre que se entra por primera vez a una casa ajena, Samantha no se movió del recibidor hasta que lo hizo él. Se quitó el abrigo y se lo entregó, y Flavio lo colgó en un perchero de madera detrás de la puerta. Después, caminó directamente hacia su cocina, pero ella no le siguió. Algo la distrajo antes.

Desde ese primer punto, tenía una visión bastante escueta pero esclarecedora de la disposición de la casa: separado por un tabique, a la derecha, la cocina. Y a la izquierda, un salón donde podía ver la cola de un piano precioso, enorme y brillante, como si el chico tuviera por hobby limpiarlo de manera compulsiva. Tenía la tapa levantada, lo que le hacía parecer un enorme águila imperial emprendiendo el vuelo. La de las teclas estaba también abierta, y había papeles por todos lados: en el soporte de las partituras, en el taburete de cuero, caídos por el suelo… Todos estaban escritos.

Al verlo, Samantha recordó muchas cosas. Por alguna razón, su mente no paraba de traer a la palestra momentos que había vivido con él, como si sólo por saber que padecía una enfermedad ya significara que tenía que morirse. Como si se estuviera despidiendo ya de él. Pero recordó. Recordó que una de las cosas que más le gustaba de él era verle salir de la cama, al mismo tiempo que ella se encendía el cigarrito de después, y verle acercarse al por entonces piano de pared porque su piso no daba para más.

- No suenan igual – le decía siempre, y ella se encogía de hombros porque era incapaz de advertir la diferencia.

Entonces, tocaba. Samantha nunca supo si lo hacía para ella o para sí mismo, pero cuando le veía cerrar los ojos, tocar de memoria o inventárselo sobre la marcha, le parecía más mágico y placentero que todo lo que habían hecho antes entre las sábanas. Miraba sus manos desplazarse por las teclas y en ocasiones sentía celos de que las acariciara con más cuidado que a ella.

Sonrió al recordarlo.

- ¿Quieres café o prefieres…?

Flavio salió de la cocina y la encontró parada junto al quicio de la puerta, mirando su salón. Vio que se había dejado todos los papeles por el suelo, algo impropio en él, y se apresuró en entrar a recogerlos, avergonzado.

- Qué vergüenza, te prometo que tengo la casa ordenada – le dijo, apilándolos. – Pero es que estuve ayer hasta tarde dándole vueltas a algo y esta mañana antes de salir he intentado… Bueno, que no he tenido tiempo.

- Flavio.

La miró, con las manos llenas de folios y una libreta abierta por la mitad.

- Relájate. No he venido a juzgar tu casa.

Le sonrió, para no hacer tan duras sus palabras y el chico lo hizo, pero no paró hasta que dejó todo bien guardado debajo del asiento de la butaca de sky oscuro.

- Además, no quiero molestar. Con que me des el teléfono del taxi para que vengan a recogerme es suficiente.

El chico acusó el rechazo, y se acercó a ella.

- Además, seguramente no tengas descafeinado y sabes que yo…

- Sí que tengo.

Sam se sorprendió y al verle marchar de nuevo a la cocina, le siguió.

- Está sin abrir y no sé si la marca te gusta, pero bueno… Lo compré el otro día.

- ¿Lo has comprado sólo para mí?

Flavio se pensó la respuesta.

- Bueno, a ver. No. Quiero decir… Es algo que está bien tener en casa…

UN POCO DE FEBRERO... y todo septiembre.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora