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Los años pasaron, y cada Abril 17 Adirael subía a la tierra. No decía nada, ni se acercaba a la familia que vivía en el bosque pero los observaba en silencio. Sentado en la rama de un arbol cercano.

- No lo hagas, niño tonto.- le advirtió al pequeño que miraba una cueva cerca. Pensó que no lo escucharía, como Christopher. Pero para su sorpresa el niño lo miro fijamente, ofendido.

- Eso es una mala palabra señor, debería no decirla.- el infante de apenas 7 años se cruzo de brazos.

- Y tú no deberías andar lejos de tu familia solo. Hay lobos cerca.

- ¿L-lobos?

- Si, y osos. Grandes, con dientes afilados y garras enormes.

- Yo no he visto. - dijo con falsa confianza el pelinegro. Cruzando sus pequeños brazos y dejando una expresión de superioridad navegar su rostro.

- Oh mira, por ahí viene uno.- exclamo Adirael con sorpresa fingida. Una actuación muy mala, pero que el niño creyó.

- ¡Mama!- el grito chillón del niño lo entretuvo y verlo correr y caerse le saco una pequeña,casi inaudible carcajada.

Cuando Amara volvió con su hijo en hombros, ya no había ningún hombre de pelo blanco. Y la esperanza que ella tenía de verlo de nuevo murió como flama al viento.

- Volvamos con papá y Joseph. - le susurro con suavidad la pelinegra a su hijo menor.

En el infierno, Adirael estaba sentado en su cama, mirando el suelo perdido en sus pensamientos. Hoy había reído, había sentido algo por un milisegundo.

Restrego su rostro con sus manos y gruño molesto.

No necesitaba sentir nada. No quería volver a sentir nada.

- Maldita sea.


Ese noche la lluvia no dejo de caer hasta la siguiente luna. Y Amara, como siempre que lluvia, lloro sola en su lado de la cama. Mirando por la ventana y añorando un toque que no conocía.

La conexión que ambos tenían, seguía igual de fuerte. Pero ninguno la reconocía. Amara no la recordaba, y Adirael hacia lo mas que podía por ignorarla.

Un decada paso y las aldeas alrededor fueron incrementando. Nuevas familias subieron como la espuma y los hijos de Amara y Christopher finalmente se dueron de casa a hacer sus propias vidas.

La edad cayo sobre ella y su esposo y la vida se volvió lenta, tranquila y silenciosa. Ahora miraban los arboles sentados en su balcón, tomados de la mano y respirando el aire tan amable que les daba brisa.

- Cariño.

- Dime - respondió con voz ronca de edad el rubio, ahora peliblanco.

- Llama a los niños.- Ella no tenia que explicarle el porque. Christopher solo se levanto de su silla con su bastón y empezó a escribir la carta.

Las lagrimas bajaban por su piel marcada por las memorias de su larga vida y caían sobre el grueso papel. Sus manos temblorosas amarraron el rollo a Rubi, la paloma de la familia, antes de tirarla al aire y verla volar.

- Vamos a la cama - le susurro cariñosamente a la pelinegra que miraba el horizonte tranquilamente. - vamos a descansar.

- ¿Crees que lleguen?- pregunto con voz rota la madre, añorando ver una última vez a sus hijos antes de partir.

- Sí, ellos estarán aqui.- Christopher tenia la mirada llena de lágrimas mientras arropaba a su esposa y se aseguraba de que estuviera lo más cómoda posible.

Contrato Donde viven las historias. Descúbrelo ahora